Me gusta cómo me recibes, solícito, urgente, cuando llego a casa. Me gusta cómo me buscas detrás del sol las tardes de domingo. Me gusta vernos en la calle, paseando a deshoras, y tu expresión de sorpresa y complicidad cuando nos divertimos. Me gusta cuando me acabo de despertar y entras en la cama: sabes que no deberías - y que me decepcionarías si no lo hicieras-. Me gusta pensarte y echarte de menos: es fácil hacerlo cuando sé que voy a encontrarte. Me gusta mirarte cuando duermes, cuando sueñas, cuando estás en tus cosas; cuando me miras. Me gusta cuando te enfadas: por lo poco que dura, porque nunca hubo una amargura tan tierna. Me gusta pensar que indagas en mis rincones cuando no estoy, o quizá porque no estoy. Me gusta saberte tranquilo en mi sofá, en mi cama, mientras me baño, leo, cocino: esos silencios –esas presencias- son la felicidad.
-Nunca podrás imaginar –te dije- lo distinto que sería todo si fueras un hombre.
Gruñiste como si me hubieras entendido.
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