domingo, 28 de noviembre de 2010

sábado, 27 de noviembre de 2010

Mi jornada de reflexión


Hay, o debería haber, una pregunta anterior a todo.

El país en el que vivo elige gobernante. Sólo ésta frase ya escocerá algunos, que no dudarían en cambiar el sujeto. En puridad, comunidad autónoma. Históricamente, nación. Estado, si se conjuga en futuro, perfecto o imperfecto. Región, reclamaría la geografía. En todos los casos, el lugar en el que viven siete millones y medio de voluntades.

Hay una pregunta anterior a todo, y no es qué tenemos en común. Porque tampoco se sabe respecto a qué o quién. Alguien mucho más inteligente que yo y con mejor sentido del humor definió nación como: conjunto de gente soliviantada intergeneracionalmente durante un espacio de tiempo determinado en un marco geográfico medianamente consolidado. Ése sería el fondo común, sí. La misma crisis, los mismos dilemas de la historia; los mismos paisajes, la misma memoria sentimental, afectiva e histórica. El debate, imagino, se centraría en el idioma que se escriben los recuerdos; en si ese paisaje, inmigración mediante, ha perdido sentido; sobre si el causante del soliviante es tal o cual vecino; sobre si el enemigo común es tal o cual país, o estado, o nación, o región, vecina. No, no es esa la pregunta.

Tampoco es derecha e izquierda. No sólo porque hoy a la izquierda no le dejen ejercer, ni porque la derecha tenga miedo de sí misma y tienda a un centro que no existe aunque sólo sea como postura estética. Es porque ningún lema electoral –ay, los discursos reducidos a variaciones sobre el mismo eslogan-dirá: más paro, menos empleos. O dirá: menos libertad, menos futuro. Tal vez sí las decisiones que se tomen, y que se vertebran sobre ampulosos lemas y consignas. Pero con el límite muy definido de las condiciones superiores al marco existente: de la inevitabilidad. Que será, claro, la excusa. La herencia. No, aquí la pregunta no es izquierda o derecha. Porque la respuesta que se demanda es: hacia adelante, a mejor, como sea. No es una cuestión de giro, sino de dirección.

Hay una pregunta anterior a todo, y tampoco es con qué espíritu. No son días para el idealismo. No son días para pensar con el corazón, sino con el estómago: las necesidades se anteponen a los sueños, a las aspiraciones. No es el futuro que escribiríamos, sino el que podremos escribir desde el presente. Es superviviencia, pragmatismo, puro y duro: no es qué dice mi pasaporte, sino cuánto queda en mi cuenta corriente.

Y tampoco es –esta vez no puede serlo- encontrar al fin el sustantivo. Sí país o nación; si estado o región; si comunidad autónoma o conjunto de ciudadanos. No es, no puede serlo: crear nuevos problemas no es una solución. Sin una mar calmada –sin una superficie sólida- no se pueden cambiar los cimientos.

Hay una pregunta anterior a todo. Y es –qué triste- a quién puedo creer.

Dos errores no suman un acierto: La duda no es una respuesta.

I'd like to help you in your struggle to be free

Aunque no lo parezca, es una gota de humor (*)

She said it grieves me so to see you in such pain
I wish there was something I could do to make you smile again
I said I appreciate that and would you please explain
About the fifty ways

She said why don't we both just sleep on it tonight
And I believe in the morning you'll begin to see the light
And then she kissed me and I realized she probably was right
There must be fifty ways to leave your lover


jueves, 25 de noviembre de 2010

Por qué no toco el piano

Y también por qué nado tan mal

Mi primera vocación fue la de músico.

Por algún motivo que nunca he preguntado, en casa de mis padres había un enorme piano. Un enorme, sonoro y precioso piano. Nunca nadie jamás había sentido ninguna inclinación musical en mi familia. Sin embargo teníamos un piano nacarado, de teclas de marfil que me gustaba presionar sólo para sentir cómo reverberaban las cuerdas.

Y de alguna manera básica, primitiva e infantil sentía que podría tocarlo. Que dentro de mí latía algo, no sé bien qué, que podría ser el principio de una melodía, y que sólo podría germinar a través de esas teclas, cuyo misterio adoraba.

Iba a cumplir seis años, y mis padres me preguntaron qué quería de regalo.

No pude dudar: “Aprender a tocar el piano”.

Nunca he tenido un deseo más firme.

Pero también –debía ser muy urgente: más que la música- también tenía que aprender a nadar.

Y fue horrible.

La primera clase, que iba a ser la única, tuvo lugar en una enorme piscina olímpica de algún lugar del extrarradio. Rodeado de niños a los que no conocía. Y allí me lanzaron, agarrado a una tabla de corcho que se deshacía, con dos veces mi altura de agua por debajo, a combatir contra el ahogo.

Fue horrible. Una hora horrible.

No hubo segunda clase. A mis casi seis años, supe fingir que me había olvidado de que tenía que ir a la piscina. Y en esa segunda clase tenía que acompañar a mi amigo Fernando. Sus padres también habían decidido que tenía que aprender a nadar.

Fernando se quedó dormido en el autobús de regreso. Era argentino, llevaba apenas dos meses en España. No sabía su dirección, ni el teléfono de sus padres. El conductor se lo encontró en un asiento mientras ya volvía a su casa.

Mientras tanto, en la mía, yo estaba castigado en mi cuarto, y sólo oía a mis padres correr tras el teléfono. Llamaban al colegio, a la Policía, a la piscina, a los padres de Fernando.

Al final, apareció. Con infinita paciencia –qué útiles son los móviles: hay cosas que se dan por supuestas hasta que te das cuenta de cómo era la vida antes de ellas- el conductor del autobús rehízo todo el recorrido. Cuando Fernando creyó reconocer algo, se paró. Su madre, vuelta un mar de lágrimas, llevaba dos horas esperándole en la parada del autobús.

Aquella noche, mis padres decidieron que, como castigo por mi huída, me quedaría sin clases de piano.

No puedo decir que no fueran justos.

Al cabo de los años, un día, el piano desapareció. Probablemente lo vendieran, o tal vez lo regalaran a alguien que sí supiera tocarlo.

Y al cabo de más años, un accidente doméstico me dejó torpes los dedos de la mano izquierda.

Nunca he tocado el piano. Y nunca he nadado demasiado bien.

Y aún hoy, y no pocas veces, siento que hay algo que no puedo sacar. A veces escribo, como aquí, o en el trabajo. A veces hablo y trato de ser grave, y se me pone voz de locutor nocturno. Y a veces suspiro, y noto que hay algo, una melodía irregular que sale del alma y me atraviesa el cerebro, y el corazón, y que no sé interpretar. A veces noto música: una música que dice exactamente quién soy y qué pienso, pero no puedo hacerla entender. No puedo sacarla de mí. Y se diluye, tan imposible de capturar como un sueño.

Imagino que esa sensación que aún me hace perder el piso es mi ya vieja vocación, que grita que se siente frustrada.

Porque –y no es hipérbole- daría diez años de vida por tocar esta canción. Y que todo tuviera sentido.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

“I can write operas!”

Uno de los momentos más divertidos que mi recientemente descubierto –o recientemente recordado- sentido del humor me ha propiciado es este:



El escenario es el programa de Martha Stewart; los invitados, Rufus Wainwright y su madre. El motivo, un especial navideño.

La Stewart, ejerciendo de Doris Day con antecedentes, propone a sus invitados no sé bien que receta. La madre, Kate McGarrigle-Wainwright, se desenvuelve con cierta soltura. Pero Rufus...

Rufus –pobre- intenta en primera instancia colaborar con su progenitora tal y como lo haría un niño pequeño. Se acerca, sonríe, mira con interés y distancia. Tienta con la mano la posibilidad de tocar los ingredientes, pero sin mucha insistencia. Y la retira, claro, sin ningún recato. La Stewart, ya en el papel de hacendosa-tía-que-todo-lo-sabe-y-en-la-cocina-más, le dice –en inglés, pero no estamos aquí para traducciones precisas-: “Niño, que tú también tienes tu pastel para amasar”.

En pleno sonrojo, Rufus agarra el mazo y, en cuestión de pocos segundos, desarbola la masa homogénea y perfectamente cuidada que le había dejado preparada la Stewart. Lo que podría haber sido un brownie, o similar, se convierte en plastilina en manos de un niño de tres años. La Stewart, claro, vuelve a mutar, y se inocula en Kate: ambas se convierten en ‘Señoras que se ríen de sus hijos cuando intentan emprender cualquier labor doméstica”.

-Mira que es torpe…- Parece que dice una
-Que así no se coge… Estira, estira- aconseja la otra
-Si es que no se le puede dejar solo, si es un niño de teta… ¡No se le puede dejar solo! -concluyen con escarnio

Y Rufus, en un ataque de testosterona, replica:

-¡Eh! ¡Puedo escribir óperas!

Hoy se ha sabido que Rufus Wainwright será compositor residente de la Royal Opera House de Londres. Me gusta pensar que el intérprete de mis –aún- himnos del alivio habrá sonreído. Kate McGarrigle murió no hace mucho. Su hijo le ha dedicado su último disco, que presentó en una gira extraña, fúnebre y emotiva: pidió al público que se mantuviera en riguroso silencio cada vez que interpretaba, al completo, su último trabajo. Sólo quería silencio, un piano y sus recuerdos. Ser testigos de un acto tan íntimo ya es demasiado premio para los paganos.

Quizá Rufus haya sonreído.

Sí, es cierto. Puede escribir óperas.

Y preciosas canciones.

martes, 23 de noviembre de 2010

Everybody’s gotta learn sometime

Imprudente ataque de vanidad que está padeciendo el NáuGrafo. La foto es de Spanglish Point of View


Resultaba insoportable.

Tenía que comprar el desayuno –huevos, leche, beicon- y la cena completa –dos botellas de vino-. Y aquella anciana no dejaba de hablar.

-¿Sabe qué le pasó a la señora Auster?- preguntó la mujer a aquel pakistaní que, sin entender una palabra, metía en bolsas de papel reciclado el apio, los calabacines, las judías, que ella sacaba con exasperante lentitud del cesto de plástico.

-Ya volveré cuando esta vieja no esté contando su vida- gruñí. Salí del Deli dejando atrás un silencio ofensivo.

Ése fue el recuerdo que me atormentó en el geriátrico. Respiraba con dificultad, y no era capaz de recordar cuándo había recibido la última visita.

domingo, 21 de noviembre de 2010

En tienda de campaña secreta

-Probablemente, sea la única película de Kate Winslet que no te guste.
-¿Cómo lo sabes?
-Igual que sé que te gustan los tipos con jersey de cuello alto.



Qué cantidad de cosas hacemos sin hacer.

Qué cantidad de cosas sabemos sin saber.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Se nota que no es Findus

O por qué nunca me dieron una bofetada a tiempo

Debía ser 1980.

Era verano, y mis padres tenían que hacer un viaje a Madrid. Por no llevarse al niño, o por disfrutar de más intimidad –ejem-, decidieron dejarme unos días –no creo que fueran más de tres- en el pueblo de mi Tata. Con ella.

Yo era un niño de ciudad, pero aquel pueblo terroso de 400 habitantes me pareció enorme. Erróneamente enorme.

“¡Qué parque más grande!”, dicen que grite al poco de bajar del coche, un 127 color verde oliva.

“¿Y dónde hay que echarle las monedas a las ovejas para que funcionen?”, preguntaba tiernamente, y supongo que causando leves sonrisas –o severos gestos, quién sabe- a aquel puñado de recios castellanos que vivían entre polvo, sudor y hierro.

Debía ser 1980 y yo era un niño de ciudad. Y pésimo comedor. En unas vacaciones me alimenté exclusivamente de patatas fritas y trinaranjus. Para entonces tampoco había evolucionado demasiado. Los bocaditos de patatas de Findus –bolitas, de aquí en adelante- eran la columna vertebral de una dieta que constaba, básicamente, de columna vertebral. La parte más importante del equipaje que dejaron mis padres para aquellos tres días en Huerta era una caja de bolitas. De Findus. “Es eso, o la inanición”, debieron decirles.

Al segundo día, las bolitas se habían terminado. Mi pobre Tata y Pili, su hermana, no sabían que eso significaba la rebelión. El motín. La protesta violenta. Ríete tú del Dos de Mayo.


-¿Qué quieres comer, guapo?-, preguntó Pili
-Bolitas –contesté con los ojos muy abiertos, y con expresión de “Señora, ¿usted por quién me ha tomado?
-Ay, chico… Pues se han acab..- mi Tata no le dejó terminar
-Deja, deja… Tú vete a jugar y ahora te las hacemos, ahora- medió mi Tata mientras me acompañaba a la calle, a esa misma calle por la que transitaban hermosas ovejitas a las que yo buscaba la manera de meterles cinco duros para que funcionaran. (No, no encontré la manera. Listos. Simpáticos).

Así que mientras yo trataba de entender las leyes de la naturaleza con una moneda de 25 pesetas en la mano, aquellas dos hermanas hicieron… Lo menos probable. En vez de freír dos huevos y hacérmelos comer, bofetada mediante, sacaron las patatas. Hicieron puré –que había que hacerlo, que entonces Magi no te ayudaba-, con tremenda paciencia amasaron pequeñas bolitas de patata; las empanaron y las metieron en la caja de Findus, que conservaban como reliquia y objeto para el engaño.

Mi Tata me llamó. Volví a entrar en su casa con mis cinco duros en la mano y la duda de cómo metérselos a las ovejitas –suena duro, pero era así- Muy teatralmente, trató de engatusarme.

-¡Ay chico, mira tú qué bien! ¡Que pensábamos que se habían acabado las bolitas, y está la caja llena!- gritó- ¿Menuda suerte, eh?

Yo era –repito- un niño de ciudad. Y como tal vez no supiera cómo narices hacían las ovejas para andar sin necesidad de cinco duros, pero sabía distinguir perfectamente entre las industriales, artificiales y perfectamente redondas bolitas de patata de Findus –por cierto: no creo que aquella pasta pegajosa que contenían viniese de la patata, ni hubiese estado enterrada jamás en campo alguno- y aquellas más grandes, más irregulares, más naturales y objetivamente mejores bolitas artesanales.

Pero yo era un niño de ciudad. Y tenía que liarla.

-Pero… No.. Pero… ¡Esas no son mis bolitas!
-¿Pero cómo no van a serlo? Mira… Si es la misma caja que ayer ¡Si son tus bolitas, hijo!- soltó Pili con evidente tono de disculpa (Quizá no supiera de ovejas, pero sí de mentiras. Aunque fueran piadosas)
-¡Que no¡ ¡Que mis bolitas son diferentes, y más pequeñas, y están congeladas! ¡Aghaghagah! ¡Quiero mis bolitas!
-Pero chico, que son esas, pero que… Con el calor… -improvisó mi Tata- Y como estamos aquí en el pueblo… Pues...
-¡¡¡¡Aggggh!!! ¡¡¡¡Noooo!!!! ¡¡¡¡Quiero mis bolitas!!!!

Por supuesto, nunca probé aquellas bolitas. Se las cenaron ellas –pobres-, y aún intentaron convencerme. Sólo su infinita paciencia –se estaba rifando un infanticidio, y yo y mis cinco duros no hacíamos más que comprar números- evitó que la sangre llegara al río.

Me fui a la cama sin cenar. Vale. Pero fiel a mi lema: ‘Bolitas o muerte’.


Mi Tata y Pili, agotadas por la impertinencia del niño que fui, tras conseguir meterme en la cama y ceder al hecho de que no quisiera ponerme el pijama –“Quiero dormir en calzoncillos. Como mi padre”, exigí. Mi padre JAMÁS ha dormido calzoncillos, debo aclarar-, hicieron lo que se hace en todos los pueblos en verano: sacar una silla a la calle y disfrutar del fresco de la noche.

Para su infortunio, fueron a poner la silla debajo de la ventana del cuarto donde dormía.

-¡Ay, chica! -soltó Pili- ¡Pero cómo se ha puesto tu niño! Hay que ver… ¡Hay que ver!

Y entonces –el sorteo para el infanticidio aún no se había celebrado-, un meco de cinco años abrió de par en par la ventana y gritó:

-¡¡¡¡¿¿¿¿Pero queréis callaros ya????!!!! ¡¡¡¡Que no me dejáis dormir!!!!

Todavía no me explico cómo no me sacaron dos dientes de un tortazo.

Sí, si me lo explico, claro: mi Tata los detuvo. No a su hermana Pili, sino a todo el pueblo.

Puerto Urraco pudo haber sucedido antes. Pero mucho antes.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Rutinas

Cortas, pegas, marcas en negrita. Y mientras tanto –novedad- suena una canción. Buscas en google, encuentras en google. Sonríes y das un sorbo a la taza de té. O no, google te falla –o alguien le falla a google-: Home, back space. Home, back space. Cambias de canción y es Navidad en febrero. Lees, porque no puedes dejar de leer. “Y ya sabemos que no hay mayor derrota –ni triunfo–que la carcajada”. Hoy lo discutiría: el mayor triunfo siempre fue salvar un día de tristeza.

Cortas, pegas, marcas en negrita. Buscas un enlace, enlazas. ¿Abrir en ventana nueva? Sí. This Halloween is something to be sure. Recuerdas aquel tres de marzo. Sonríes y das un sorbo a la taza, que ya no es de té. Y dejas de sonreír. Bajo la mesa, una bruja y decenas murciélagos de cartón asustan al hombre que se arranca la cabeza. Lilly Munster se carcajea. Specially to be here without you.

Cortas, pegas, marcas en negrita. Y de vez en cuando en cursiva. Detrás de cada letra hay fechas, y detrás de cada fecha un recuerdo, o la posibilidad de un recuerdo. Habían pasado diez días desde que nos vimos; faltaban diez días para que nos viéramos. Te levantas, y te vas a buscar el libro que una vez te noqueó. Y ya no te acuerdas de si eras Michel y querías ser Bruno o eras Bruno tratando de ser Michel. Ya no importa tanto.

Cortas, pegas, marcas en negrita. Han pasado horas y quedan días, seguramente semanas. Tal vez meses. Ojalá que no meses. The perfume burned his eyes.

Cambias de canción.

Cortas, pegas, marcas en negrita. Then the time will come when all the waiting's done… Te das cuenta de hasta qué punto estás dispuesto a esperar.

Y –qué dulcemente extraño- recuerdas aquel frío y gris almacén que una vez fue una redacción. “Nunca sabrá –te dijiste entonces- que existió un segundo en que la amé con locura”.

“No fue sólo un segundo”, piensas.

Dejas de cortar, de pegar, de marcar en negrita. Y te vas a la cama con la sensación de haber vivido el mejor momento del día.


Paso a paso. Paso a paso.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Love will tear us apart

Lo recupero sin más y sin intención de aquella Casa de nieve original, donde a su vez fue rescatado del verano de 2002. Sin tocar ni una coma, ni aquella primera vez ni ahora. Quizá debería arrepentirme


Él soñó un amor rutinario, besos y algunas sonrisas, duradero pero invariable. Ella lo contempló y se enamoró de esa visión: un café juntos al mediodía, un te quiero mojado en lluvia; algo conocido aunque un tanto misterioso que se renovaba por puro amor. Él aborreció su propia visión, pero se enamoró de la de ella: un amor montaraz y despechado, de pasión sensorial. Olía a sudor y sábanas húmedas; sabía al aliento hueco de las mañanas, a días de ausencia para justificar el momento del reencuentro. Tenía la memoria de otros hombres, de otras mujeres, en los que encontrar el puro amor, que era puro por deseo, por codicia.

Ella se avergonzó de su sueño: se sintió sucia, desechada, humillada por si misma, como se humillan los corderos antes de ser sacrificados, como si se entregara sin valentía, sin enfrentarse a su verdugo. Le pareció una pasión vergonzante, como lo fue la noche entera: un placer vacuo, inmundo, corporal, terrenal, humano. Volvió al sueño de él y se encontró paseando por una ciudad sin nombre, de arquitectura múltiple, gótica y románica, mientras se agarraba a su mano. La ciudad se desvaneció y sólo quedaron sus manos entrelazadas y sus pies desnudos caminando sobre una superficie gris con tacto de hierba. Buscó su mirada y no la encontró: vio unos ojos blancos y húmedos, como sábanas desechas, y volvió a humillar la cabeza por vergüenza, aunque lo que sentía era culpa.

El no atendía a su sueño, sólo quería el de ella y buscaba su cuerpo en una cama húmeda; su cuerpo, una vez más, sólo su cuerpo desnudo para acariciarlo suavemente, aunque lo desee con violencia. Debía poseerlo una vez más antes de desvanecerse, de cruzar el umbral de la puerta, que es también el del tiempo y el del espacio, y llenarse de pasión, de una pasión renovada, alimentada por ella. Quería estar con otras mujeres para volver a ella insatisfecho, hastiado, y poder poseerla otra vez; necesitaba perder el amor, arriesgarlo entre infidelidades y celos para poder sentir; sentir una vez más, vivir la novedad, la entrega, la esperanza de ella cuando él sabe que se irá, se irá, aunque volverá con su carga de vergüenza para buscar a su amor soñado, porque sabe que sólo perdiéndolo puede encontrarlo.

Ella quiso deshacerse de su sueño en cuanto sintió la atracción que le conmovía. Quiso alterar el tiempo, desordenar la memoria para vivir en el eterno presente. Y lo hizo: logró que la prehistoria se situase inmediatamente después del mañana, y que lo contemporáneo y lo antiguo convivieran en un ayer que ya es futuro. Quería que siempre fuese hoy, y que mañana nunca llegara para que él no se fuera, para que no tuviese sentido acabar con la noche y perderse en el amor de otras mujeres, en camas ajenas y sábanas por deshacer, que le alejarían a él de ella y a ella de su sueño. Pero él lo impidió: reordenó el tiempo con la paciencia del relojero; separó la convivencia antinatural de antiguos y contemporáneos hasta recobrar el orden. Y en el orden, su sueño era la trampa, la rutina, la ternura caduca que contrasta con el amor perenne de la búsqueda de un recuerdo. Se ahogaba en las olas de la felicidad de ella, en el pasar de un día tras otro, y así hasta la muerte, que era ansiada por lo que tenía de novedosa.

El amor debía morir por la vía del dolor, como mueren los grandes amores, los no correspondidos, los fugaces e intensos, los largos y cadenciosos. Cada segundo de sueño se transformaba en distancia, que sólo tendría sentido al final, en el despertar que les convertiría en dos seres solitarios unidos por la fibra que les separa. Solitarios, incompletos el uno sin el otro, y separados por cada minuto que pasaban juntos.

A esa madrugada de sueño le siguieron años de ensoñación. Cada noche de ese tiempo se encontraron para buscar el sueño adecuado, la visión deseada del amor al que aspiraban y del que no eran dueños. Y así, el amor les fue separando, mientras se buscaban el uno al otro para completarse, no entre los dos, sino cada uno a través del sueño del otro. Y de ese nexo fatal surgió la distancia, y de ésta, el olvido de sí mismos, que sólo fueron completos la primera noche, que languideció para siempre como un sueño ausente.

viernes, 12 de noviembre de 2010

What a little moonlight can do

De regreso tras un paseo por el pasado

"No te preocupes: sabes que soy gran experta. Te puedo asesorar. En el Ikea venden unos fantasmitas luminosos para los pekes a los que les da miedo la oscuridad."

Hay cosas que queríamos hacer y hemos hecho. Me gusta recordarlo.

domingo, 7 de noviembre de 2010

viernes, 5 de noviembre de 2010

You'll never walk alone


Por ejemplo.

EDITO (27/XI/2010): Por razones que no acabo de entender -o quizá sí-, ésta que ven es la entrada más vista de este blog. Si usted se pregunta por qué Fernando Torres va de ese color y qué es esa Cámara oscura que le patrocina, haga click aquí, y encontrará el libro que lo explica. Y si se lo compra -you better believe it- saldrá ganando. Por que no es sólo lo que parece. Y si tiene preguntas, deje un comentario. Hallará respuestas.