sábado, 20 de noviembre de 2010

Se nota que no es Findus

O por qué nunca me dieron una bofetada a tiempo

Debía ser 1980.

Era verano, y mis padres tenían que hacer un viaje a Madrid. Por no llevarse al niño, o por disfrutar de más intimidad –ejem-, decidieron dejarme unos días –no creo que fueran más de tres- en el pueblo de mi Tata. Con ella.

Yo era un niño de ciudad, pero aquel pueblo terroso de 400 habitantes me pareció enorme. Erróneamente enorme.

“¡Qué parque más grande!”, dicen que grite al poco de bajar del coche, un 127 color verde oliva.

“¿Y dónde hay que echarle las monedas a las ovejas para que funcionen?”, preguntaba tiernamente, y supongo que causando leves sonrisas –o severos gestos, quién sabe- a aquel puñado de recios castellanos que vivían entre polvo, sudor y hierro.

Debía ser 1980 y yo era un niño de ciudad. Y pésimo comedor. En unas vacaciones me alimenté exclusivamente de patatas fritas y trinaranjus. Para entonces tampoco había evolucionado demasiado. Los bocaditos de patatas de Findus –bolitas, de aquí en adelante- eran la columna vertebral de una dieta que constaba, básicamente, de columna vertebral. La parte más importante del equipaje que dejaron mis padres para aquellos tres días en Huerta era una caja de bolitas. De Findus. “Es eso, o la inanición”, debieron decirles.

Al segundo día, las bolitas se habían terminado. Mi pobre Tata y Pili, su hermana, no sabían que eso significaba la rebelión. El motín. La protesta violenta. Ríete tú del Dos de Mayo.


-¿Qué quieres comer, guapo?-, preguntó Pili
-Bolitas –contesté con los ojos muy abiertos, y con expresión de “Señora, ¿usted por quién me ha tomado?
-Ay, chico… Pues se han acab..- mi Tata no le dejó terminar
-Deja, deja… Tú vete a jugar y ahora te las hacemos, ahora- medió mi Tata mientras me acompañaba a la calle, a esa misma calle por la que transitaban hermosas ovejitas a las que yo buscaba la manera de meterles cinco duros para que funcionaran. (No, no encontré la manera. Listos. Simpáticos).

Así que mientras yo trataba de entender las leyes de la naturaleza con una moneda de 25 pesetas en la mano, aquellas dos hermanas hicieron… Lo menos probable. En vez de freír dos huevos y hacérmelos comer, bofetada mediante, sacaron las patatas. Hicieron puré –que había que hacerlo, que entonces Magi no te ayudaba-, con tremenda paciencia amasaron pequeñas bolitas de patata; las empanaron y las metieron en la caja de Findus, que conservaban como reliquia y objeto para el engaño.

Mi Tata me llamó. Volví a entrar en su casa con mis cinco duros en la mano y la duda de cómo metérselos a las ovejitas –suena duro, pero era así- Muy teatralmente, trató de engatusarme.

-¡Ay chico, mira tú qué bien! ¡Que pensábamos que se habían acabado las bolitas, y está la caja llena!- gritó- ¿Menuda suerte, eh?

Yo era –repito- un niño de ciudad. Y como tal vez no supiera cómo narices hacían las ovejas para andar sin necesidad de cinco duros, pero sabía distinguir perfectamente entre las industriales, artificiales y perfectamente redondas bolitas de patata de Findus –por cierto: no creo que aquella pasta pegajosa que contenían viniese de la patata, ni hubiese estado enterrada jamás en campo alguno- y aquellas más grandes, más irregulares, más naturales y objetivamente mejores bolitas artesanales.

Pero yo era un niño de ciudad. Y tenía que liarla.

-Pero… No.. Pero… ¡Esas no son mis bolitas!
-¿Pero cómo no van a serlo? Mira… Si es la misma caja que ayer ¡Si son tus bolitas, hijo!- soltó Pili con evidente tono de disculpa (Quizá no supiera de ovejas, pero sí de mentiras. Aunque fueran piadosas)
-¡Que no¡ ¡Que mis bolitas son diferentes, y más pequeñas, y están congeladas! ¡Aghaghagah! ¡Quiero mis bolitas!
-Pero chico, que son esas, pero que… Con el calor… -improvisó mi Tata- Y como estamos aquí en el pueblo… Pues...
-¡¡¡¡Aggggh!!! ¡¡¡¡Noooo!!!! ¡¡¡¡Quiero mis bolitas!!!!

Por supuesto, nunca probé aquellas bolitas. Se las cenaron ellas –pobres-, y aún intentaron convencerme. Sólo su infinita paciencia –se estaba rifando un infanticidio, y yo y mis cinco duros no hacíamos más que comprar números- evitó que la sangre llegara al río.

Me fui a la cama sin cenar. Vale. Pero fiel a mi lema: ‘Bolitas o muerte’.


Mi Tata y Pili, agotadas por la impertinencia del niño que fui, tras conseguir meterme en la cama y ceder al hecho de que no quisiera ponerme el pijama –“Quiero dormir en calzoncillos. Como mi padre”, exigí. Mi padre JAMÁS ha dormido calzoncillos, debo aclarar-, hicieron lo que se hace en todos los pueblos en verano: sacar una silla a la calle y disfrutar del fresco de la noche.

Para su infortunio, fueron a poner la silla debajo de la ventana del cuarto donde dormía.

-¡Ay, chica! -soltó Pili- ¡Pero cómo se ha puesto tu niño! Hay que ver… ¡Hay que ver!

Y entonces –el sorteo para el infanticidio aún no se había celebrado-, un meco de cinco años abrió de par en par la ventana y gritó:

-¡¡¡¡¿¿¿¿Pero queréis callaros ya????!!!! ¡¡¡¡Que no me dejáis dormir!!!!

Todavía no me explico cómo no me sacaron dos dientes de un tortazo.

Sí, si me lo explico, claro: mi Tata los detuvo. No a su hermana Pili, sino a todo el pueblo.

Puerto Urraco pudo haber sucedido antes. Pero mucho antes.

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