viernes, 31 de diciembre de 2010

Fuerza y valentía

¡A 2.000 metros, y a un paso del glaciar de la Maladeta!




viernes, 24 de diciembre de 2010

A Merry, Merry Christmas

And a happy New Year
Let's hope it's a good one
Without any fear

martes, 21 de diciembre de 2010

domingo, 19 de diciembre de 2010

De las Navidades de hace un cuarto de siglo

De las Navidades en VHS. De las primeras Navidades en color. De las Navidades con jersey de lana y dibujos. De la magia de Disney.

¿El acento de Ebenezer Scrooge es escocés?





La chimenea

Christmas Tale enmoñecido

Para la pequeña Mary Royl, la Navidad no era cualquier cosa. Era su época preferida del año. Ni siquiera el largo invierno anterior ni tampoco Dunkeld le habían podido alejar de los días que esperaba con más ansia. Cada año, su pequeño cuerpecito se armaba de valor y arrastraba un abeto que le doblaba en tamaño, y que ella decoraba con paciencia y mimo. Cada año pasaba horas y horas recortando, cosiendo y pegando sus adornos navideños: renos de lana, guirnaldas de dorado y verde, acebo y lazos de tela escocesa. Y también cada año se esmeraba en la cocina para preparar pasteles con jengibre y canela, y mermeladas y compotas que mezclaban arriesgadamente lo dulce y lo agrio.

Pero ese año era especial. Diferente. Al fin la pequeña Mary Royl había conseguido una chimenea.

No tuvo que rogar demasiado a las gentes del pueblo. Sí, es verdad, siempre la recibían con una sonrisa y le prometían que pronto, muy pronto, cumplirían con su deseo, cualquiera que fuera. Hasta con aquella extraña y breve pasión que sintió por los globos, y su insistencia en que le construyeran uno para poder elevarse y pintar a todo el mundo desde arriba –estaba harta de su pequeñez, y de ver el mundo desde abajo-. Pero ese año su pasión por la chimenea no caducó, como otras, a las tres semanas. Insistió durante horas, días, semanas y meses. Y un domingo, los vecinos del pueblo, por una vez sin sonrisa, le abrieron una chimenea en su casa.

Y la muy pequeña Mary Royl saltaba de alegría.

Y así llegó la Nochebuena, y la extrañeza de los vecinos de aquel pequeño pueblo. La chimenea de Mary Royl no humeaba. Las luces de la casa estaban encendidas –también las del árbol- y los destellos del rojo, del oro y del verde se veían claramente a través de las ventanas.

Pero la chimenea no humeaba.

La pequeña Mary Royl estaba sentada frente a su nueva chimenea atrapada por la sonrisa. Llevaba tres pares de calcetines, se cubría con dos mantas y sólo las yemas de sus dedos, la nariz y los labios se le asomaban debajo de todos aquellos jerseys, abrigos y bufandas.

La pequeña Mary Royl era feliz en su chimenea mágica del revés. Había abierto el tiro para darle la vuelta. No quería un foco de calor, sino un foco de frío. No quería una hoguera, sino una puerta abierta al cielo, a la nieve.

El hogar de la chimenea no alojaba troncos y piñas secas, y viejos papeles y llamas. El hogar de la chimenea estaba iluminado por la luna, que entraba de plano por el tubo y se reflejaba en la campana. Y poco a poco la nieve iba cuajando sobre aquel pueblo de trapo y cartón que había construido en la base.


Los pequeños y mínimos bancos hechos de ramas se iban volviendo blancos, y también aquellas farolas hechas de lápiz y caramelos de miel. La gente, los pequeños habitantes inertes del mundo de Mary Royl, caminaban llevando paquetes y regalos, y aquel pobre carnicero mantenía a duras penas el equilibrio ante el acoso de tantos perritos: ¡A quien se le ocurre llevar dos kilos de filetes en una bandeja a plena luz de luna! La pequeña Mary Royl batía palmas con la música imposible que surgía de aquel pub que ella misma había levantado con lona y varias tablitas de madera que había lijado con tanta paciencia, y casi podía oler el vino caliente y el ponche con el que todo el pueblo se felicitaba las fiestas. Y se sonreía por los niños, por aquellos niños que, a hurtadillas y yendo por debajo de las mesas, habían conseguido colarse tras la barra y estaban llenando de vino una botella vacía. Y sentía su ansiedad, y el pálpito adelantado de la madurez, y se enternecía al pensar en aquellos pequeños bebiendo con muecas de asco aquel vino, ya en el bosque, sólo para sentirse mayores, mientras hablaban de los regalos que –seguro- abrirían a la mañana siguiente…

La nieve seguía cayendo por la chimenea de la pequeña Mary Royl, y su pequeño universo seguía tiñéndose de blanco, y de silencio. La noche avanzaba, y todo se iba quedando vacío. Los tejados brillaban como plata, las lámparas de miel y lápiz cada vez reflejaban menos luz. Las chimeneas –en aquel pequeño pueblo imaginado también habían chimeneas- se iban apagando mientras dejaban tras de sí olor a leña, a paz, a frío…

La pequeña Mary Royl escuchó un ruido súbito, y salió de su fantasía.

En su chimenea, su hogar había desaparecido. El tiro seguía abierto, pero sólo quedaban troncos chamuscados, fríos. Ceniza y carbón. Todo era nostalgia de fuego.

Y se preguntó si no lo habría soñado.

Escuchó otro gruñido. Dos, tres… Alguien se peleaba en la puerta de su casa. Qué insolencia.

Cuando miró por la ventana, se encontró con un montón de perritos que se peleaban por un filete. Al fondo, el carnicero lamentaba su suerte y llevaba lo que había sobrevivido de la bandeja hacia el pub. En la puerta, un grupo de niños esperaban a entrar sin que nadie les viera, y la pequeña Mary Royl vio el reflejo de una botella vacía.

Olía a ponche, y a vino caliente. Y la nieve caía y cubría unos bancos mínimos y frágiles.

Y entonces sonrió: en medio de la calle, como esperándola, había una enorme caja coronada por un lazo de cinta escocesa. Estaba debajo de una farola hecha de lápiz, y coronada por un caramelo de miel.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Ola de frío

En Inglaterra

En Italia

En Gales

En Francia

En Irlanda del Norte

Once upon a time...


Las autoridades de Kirkwall (Islas Orcadas, Escocia) recomiendan a los ciudadanos que no salgan de casa: frío, hielo y nieve han tomado la ciudad.

Viendo el aspecto que presenta el cruce de Broad Street con Palace Road parece lo más prudente.

Aún así... ¡Quién pudiera estar allí ahora, y de nuevo!

Perfección (6)

Step by step


Podrían ser las huellas futuras de la pequeña Mary Royl mientras cruza montañas y fronteras en busca del invierno.

Podrían ser los pasos de la ruta de siempre, de cada día, embellecidos por el frío.

Podrían ser los restos de una maravillosa huída hacia vidas imposibles.

Podría ser la imagen que hiciese sonreír a tus labios secos, y cortados.

Pero sólo son pasos anónimos en algún rincón de Lexington, Kentucky.

Existe una diferencia entra las cosas que podrían ser y las que son.

lunes, 13 de diciembre de 2010

¡Existe! (Pues parece que no...)


Y al parecer existe aquí...

Edito: Al parecer, la hicieron existir aquí...


miércoles, 8 de diciembre de 2010

Incongruencias

Soy alérgico al pelo de gato, y no reacciono demasiado bien ante todo lo que desprenda el mundo animal. Los perros me odian tanto como yo les temo, por algo que ya contaré aquí. Y entonces, ¿por qué esta escena me parece fascinante?


martes, 7 de diciembre de 2010

Perfección (5)


Maravilloso y completamente nevado brezo visto en (y robado de -Hope you don't sue me, L.!)- Krims Krams

Crema de calabaza

Ingredientes:

Media calabaza
Dos patatas de tamaño medio
Dos zanahorias
Un tomate
Un puerro
Un apio
Agua, aceite, sal, pimienta

En primer lugar, se echa un buen chorreón de aceite en una olla y se sofríen el apio, el puerro y la zanahoria (pelada), previamente cortados en trozos de unos cinco centímetros. Cuando estén levemente dorados, se añade el tomate (también pelado), cortado a cuartos.

Cuando el tomate ya se haya desmenuzado, se cubre todo de agua –litro y medio, aproximadamente- y se baja el fuego hasta dejarlo lento. Es el momento de salpimentar y de echar la calabaza (pelada y troceada en dados) y las patatas (también peladas, y cortadas en cuartos).

Y así se deja durante una media hora, con la olla cubierta. ¿Cómo saber exactamente cuándo es el punto? Pues cuando uno de los trozos de la calabaza se pueda partir, sin esfuerzo, con el borde de una cuchara de madera.

Tras retirarla del fuego hay que batir todos los ingredientes hasta que quede una crema homogénea (Un pequeño truco: si, por lo que fuera, la crema tiene una apariencia demasiado líquida, se le puede añadir otra patata, previamente pelada y hervida). Salpimentar de nuevo.

Puede servirse con parmesano rallado encima, o con una cucharada de crema agria, y adornar con alguna hierba –dicen que lo mejor es la albahaca-.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Perfección (4)

No me puedo resistir a los regalos del invierno.

Como alguien dirá en breve, porque la nieve cruje tiernamente. Por el olor de las chimeneas. Porque por fin puede uno rebozarse con gorros, bufandas y guantes. Porque, con nieve en el suelo, el cielo brilla como nunca. Porque todo gana en fragilidad y fotogenia. Porque andar en lo frío te revitaliza.

Y por los copos de nieve. Por supuesto.



Perfección (3)

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Perfección (2)

La respuesta está ahí debajo

Azotea a punto de ser superada

Uno se sienta ante la tele a ver los informativos y se asusta: baja la bolsa, y las pensiones; suben los precios, y la prima de riesgo de la deuda. Y al poco se asombra cuando le cuentan el espectacular crecimiento de China, o cómo Suecia, socio europeo, va y aumenta su PIB un 4,8% en plena crisis. Y todo, asombro y susto, lo vive uno sentado en su sofá de Ikea. Y todo, asombro y susto, lo asume mientras cena comida comprada en un supermercado asiático –sí, ese que abre 15 horas al día, y hasta los domingos- y sobre un plato que ha comprado en los chinos. Y todavía asombrado y asustado, se pregunta cómo puede ser posible.

domingo, 28 de noviembre de 2010

sábado, 27 de noviembre de 2010

Mi jornada de reflexión


Hay, o debería haber, una pregunta anterior a todo.

El país en el que vivo elige gobernante. Sólo ésta frase ya escocerá algunos, que no dudarían en cambiar el sujeto. En puridad, comunidad autónoma. Históricamente, nación. Estado, si se conjuga en futuro, perfecto o imperfecto. Región, reclamaría la geografía. En todos los casos, el lugar en el que viven siete millones y medio de voluntades.

Hay una pregunta anterior a todo, y no es qué tenemos en común. Porque tampoco se sabe respecto a qué o quién. Alguien mucho más inteligente que yo y con mejor sentido del humor definió nación como: conjunto de gente soliviantada intergeneracionalmente durante un espacio de tiempo determinado en un marco geográfico medianamente consolidado. Ése sería el fondo común, sí. La misma crisis, los mismos dilemas de la historia; los mismos paisajes, la misma memoria sentimental, afectiva e histórica. El debate, imagino, se centraría en el idioma que se escriben los recuerdos; en si ese paisaje, inmigración mediante, ha perdido sentido; sobre si el causante del soliviante es tal o cual vecino; sobre si el enemigo común es tal o cual país, o estado, o nación, o región, vecina. No, no es esa la pregunta.

Tampoco es derecha e izquierda. No sólo porque hoy a la izquierda no le dejen ejercer, ni porque la derecha tenga miedo de sí misma y tienda a un centro que no existe aunque sólo sea como postura estética. Es porque ningún lema electoral –ay, los discursos reducidos a variaciones sobre el mismo eslogan-dirá: más paro, menos empleos. O dirá: menos libertad, menos futuro. Tal vez sí las decisiones que se tomen, y que se vertebran sobre ampulosos lemas y consignas. Pero con el límite muy definido de las condiciones superiores al marco existente: de la inevitabilidad. Que será, claro, la excusa. La herencia. No, aquí la pregunta no es izquierda o derecha. Porque la respuesta que se demanda es: hacia adelante, a mejor, como sea. No es una cuestión de giro, sino de dirección.

Hay una pregunta anterior a todo, y tampoco es con qué espíritu. No son días para el idealismo. No son días para pensar con el corazón, sino con el estómago: las necesidades se anteponen a los sueños, a las aspiraciones. No es el futuro que escribiríamos, sino el que podremos escribir desde el presente. Es superviviencia, pragmatismo, puro y duro: no es qué dice mi pasaporte, sino cuánto queda en mi cuenta corriente.

Y tampoco es –esta vez no puede serlo- encontrar al fin el sustantivo. Sí país o nación; si estado o región; si comunidad autónoma o conjunto de ciudadanos. No es, no puede serlo: crear nuevos problemas no es una solución. Sin una mar calmada –sin una superficie sólida- no se pueden cambiar los cimientos.

Hay una pregunta anterior a todo. Y es –qué triste- a quién puedo creer.

Dos errores no suman un acierto: La duda no es una respuesta.

I'd like to help you in your struggle to be free

Aunque no lo parezca, es una gota de humor (*)

She said it grieves me so to see you in such pain
I wish there was something I could do to make you smile again
I said I appreciate that and would you please explain
About the fifty ways

She said why don't we both just sleep on it tonight
And I believe in the morning you'll begin to see the light
And then she kissed me and I realized she probably was right
There must be fifty ways to leave your lover


jueves, 25 de noviembre de 2010

Por qué no toco el piano

Y también por qué nado tan mal

Mi primera vocación fue la de músico.

Por algún motivo que nunca he preguntado, en casa de mis padres había un enorme piano. Un enorme, sonoro y precioso piano. Nunca nadie jamás había sentido ninguna inclinación musical en mi familia. Sin embargo teníamos un piano nacarado, de teclas de marfil que me gustaba presionar sólo para sentir cómo reverberaban las cuerdas.

Y de alguna manera básica, primitiva e infantil sentía que podría tocarlo. Que dentro de mí latía algo, no sé bien qué, que podría ser el principio de una melodía, y que sólo podría germinar a través de esas teclas, cuyo misterio adoraba.

Iba a cumplir seis años, y mis padres me preguntaron qué quería de regalo.

No pude dudar: “Aprender a tocar el piano”.

Nunca he tenido un deseo más firme.

Pero también –debía ser muy urgente: más que la música- también tenía que aprender a nadar.

Y fue horrible.

La primera clase, que iba a ser la única, tuvo lugar en una enorme piscina olímpica de algún lugar del extrarradio. Rodeado de niños a los que no conocía. Y allí me lanzaron, agarrado a una tabla de corcho que se deshacía, con dos veces mi altura de agua por debajo, a combatir contra el ahogo.

Fue horrible. Una hora horrible.

No hubo segunda clase. A mis casi seis años, supe fingir que me había olvidado de que tenía que ir a la piscina. Y en esa segunda clase tenía que acompañar a mi amigo Fernando. Sus padres también habían decidido que tenía que aprender a nadar.

Fernando se quedó dormido en el autobús de regreso. Era argentino, llevaba apenas dos meses en España. No sabía su dirección, ni el teléfono de sus padres. El conductor se lo encontró en un asiento mientras ya volvía a su casa.

Mientras tanto, en la mía, yo estaba castigado en mi cuarto, y sólo oía a mis padres correr tras el teléfono. Llamaban al colegio, a la Policía, a la piscina, a los padres de Fernando.

Al final, apareció. Con infinita paciencia –qué útiles son los móviles: hay cosas que se dan por supuestas hasta que te das cuenta de cómo era la vida antes de ellas- el conductor del autobús rehízo todo el recorrido. Cuando Fernando creyó reconocer algo, se paró. Su madre, vuelta un mar de lágrimas, llevaba dos horas esperándole en la parada del autobús.

Aquella noche, mis padres decidieron que, como castigo por mi huída, me quedaría sin clases de piano.

No puedo decir que no fueran justos.

Al cabo de los años, un día, el piano desapareció. Probablemente lo vendieran, o tal vez lo regalaran a alguien que sí supiera tocarlo.

Y al cabo de más años, un accidente doméstico me dejó torpes los dedos de la mano izquierda.

Nunca he tocado el piano. Y nunca he nadado demasiado bien.

Y aún hoy, y no pocas veces, siento que hay algo que no puedo sacar. A veces escribo, como aquí, o en el trabajo. A veces hablo y trato de ser grave, y se me pone voz de locutor nocturno. Y a veces suspiro, y noto que hay algo, una melodía irregular que sale del alma y me atraviesa el cerebro, y el corazón, y que no sé interpretar. A veces noto música: una música que dice exactamente quién soy y qué pienso, pero no puedo hacerla entender. No puedo sacarla de mí. Y se diluye, tan imposible de capturar como un sueño.

Imagino que esa sensación que aún me hace perder el piso es mi ya vieja vocación, que grita que se siente frustrada.

Porque –y no es hipérbole- daría diez años de vida por tocar esta canción. Y que todo tuviera sentido.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

“I can write operas!”

Uno de los momentos más divertidos que mi recientemente descubierto –o recientemente recordado- sentido del humor me ha propiciado es este:



El escenario es el programa de Martha Stewart; los invitados, Rufus Wainwright y su madre. El motivo, un especial navideño.

La Stewart, ejerciendo de Doris Day con antecedentes, propone a sus invitados no sé bien que receta. La madre, Kate McGarrigle-Wainwright, se desenvuelve con cierta soltura. Pero Rufus...

Rufus –pobre- intenta en primera instancia colaborar con su progenitora tal y como lo haría un niño pequeño. Se acerca, sonríe, mira con interés y distancia. Tienta con la mano la posibilidad de tocar los ingredientes, pero sin mucha insistencia. Y la retira, claro, sin ningún recato. La Stewart, ya en el papel de hacendosa-tía-que-todo-lo-sabe-y-en-la-cocina-más, le dice –en inglés, pero no estamos aquí para traducciones precisas-: “Niño, que tú también tienes tu pastel para amasar”.

En pleno sonrojo, Rufus agarra el mazo y, en cuestión de pocos segundos, desarbola la masa homogénea y perfectamente cuidada que le había dejado preparada la Stewart. Lo que podría haber sido un brownie, o similar, se convierte en plastilina en manos de un niño de tres años. La Stewart, claro, vuelve a mutar, y se inocula en Kate: ambas se convierten en ‘Señoras que se ríen de sus hijos cuando intentan emprender cualquier labor doméstica”.

-Mira que es torpe…- Parece que dice una
-Que así no se coge… Estira, estira- aconseja la otra
-Si es que no se le puede dejar solo, si es un niño de teta… ¡No se le puede dejar solo! -concluyen con escarnio

Y Rufus, en un ataque de testosterona, replica:

-¡Eh! ¡Puedo escribir óperas!

Hoy se ha sabido que Rufus Wainwright será compositor residente de la Royal Opera House de Londres. Me gusta pensar que el intérprete de mis –aún- himnos del alivio habrá sonreído. Kate McGarrigle murió no hace mucho. Su hijo le ha dedicado su último disco, que presentó en una gira extraña, fúnebre y emotiva: pidió al público que se mantuviera en riguroso silencio cada vez que interpretaba, al completo, su último trabajo. Sólo quería silencio, un piano y sus recuerdos. Ser testigos de un acto tan íntimo ya es demasiado premio para los paganos.

Quizá Rufus haya sonreído.

Sí, es cierto. Puede escribir óperas.

Y preciosas canciones.

martes, 23 de noviembre de 2010

Everybody’s gotta learn sometime

Imprudente ataque de vanidad que está padeciendo el NáuGrafo. La foto es de Spanglish Point of View


Resultaba insoportable.

Tenía que comprar el desayuno –huevos, leche, beicon- y la cena completa –dos botellas de vino-. Y aquella anciana no dejaba de hablar.

-¿Sabe qué le pasó a la señora Auster?- preguntó la mujer a aquel pakistaní que, sin entender una palabra, metía en bolsas de papel reciclado el apio, los calabacines, las judías, que ella sacaba con exasperante lentitud del cesto de plástico.

-Ya volveré cuando esta vieja no esté contando su vida- gruñí. Salí del Deli dejando atrás un silencio ofensivo.

Ése fue el recuerdo que me atormentó en el geriátrico. Respiraba con dificultad, y no era capaz de recordar cuándo había recibido la última visita.

domingo, 21 de noviembre de 2010

En tienda de campaña secreta

-Probablemente, sea la única película de Kate Winslet que no te guste.
-¿Cómo lo sabes?
-Igual que sé que te gustan los tipos con jersey de cuello alto.



Qué cantidad de cosas hacemos sin hacer.

Qué cantidad de cosas sabemos sin saber.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Se nota que no es Findus

O por qué nunca me dieron una bofetada a tiempo

Debía ser 1980.

Era verano, y mis padres tenían que hacer un viaje a Madrid. Por no llevarse al niño, o por disfrutar de más intimidad –ejem-, decidieron dejarme unos días –no creo que fueran más de tres- en el pueblo de mi Tata. Con ella.

Yo era un niño de ciudad, pero aquel pueblo terroso de 400 habitantes me pareció enorme. Erróneamente enorme.

“¡Qué parque más grande!”, dicen que grite al poco de bajar del coche, un 127 color verde oliva.

“¿Y dónde hay que echarle las monedas a las ovejas para que funcionen?”, preguntaba tiernamente, y supongo que causando leves sonrisas –o severos gestos, quién sabe- a aquel puñado de recios castellanos que vivían entre polvo, sudor y hierro.

Debía ser 1980 y yo era un niño de ciudad. Y pésimo comedor. En unas vacaciones me alimenté exclusivamente de patatas fritas y trinaranjus. Para entonces tampoco había evolucionado demasiado. Los bocaditos de patatas de Findus –bolitas, de aquí en adelante- eran la columna vertebral de una dieta que constaba, básicamente, de columna vertebral. La parte más importante del equipaje que dejaron mis padres para aquellos tres días en Huerta era una caja de bolitas. De Findus. “Es eso, o la inanición”, debieron decirles.

Al segundo día, las bolitas se habían terminado. Mi pobre Tata y Pili, su hermana, no sabían que eso significaba la rebelión. El motín. La protesta violenta. Ríete tú del Dos de Mayo.


-¿Qué quieres comer, guapo?-, preguntó Pili
-Bolitas –contesté con los ojos muy abiertos, y con expresión de “Señora, ¿usted por quién me ha tomado?
-Ay, chico… Pues se han acab..- mi Tata no le dejó terminar
-Deja, deja… Tú vete a jugar y ahora te las hacemos, ahora- medió mi Tata mientras me acompañaba a la calle, a esa misma calle por la que transitaban hermosas ovejitas a las que yo buscaba la manera de meterles cinco duros para que funcionaran. (No, no encontré la manera. Listos. Simpáticos).

Así que mientras yo trataba de entender las leyes de la naturaleza con una moneda de 25 pesetas en la mano, aquellas dos hermanas hicieron… Lo menos probable. En vez de freír dos huevos y hacérmelos comer, bofetada mediante, sacaron las patatas. Hicieron puré –que había que hacerlo, que entonces Magi no te ayudaba-, con tremenda paciencia amasaron pequeñas bolitas de patata; las empanaron y las metieron en la caja de Findus, que conservaban como reliquia y objeto para el engaño.

Mi Tata me llamó. Volví a entrar en su casa con mis cinco duros en la mano y la duda de cómo metérselos a las ovejitas –suena duro, pero era así- Muy teatralmente, trató de engatusarme.

-¡Ay chico, mira tú qué bien! ¡Que pensábamos que se habían acabado las bolitas, y está la caja llena!- gritó- ¿Menuda suerte, eh?

Yo era –repito- un niño de ciudad. Y como tal vez no supiera cómo narices hacían las ovejas para andar sin necesidad de cinco duros, pero sabía distinguir perfectamente entre las industriales, artificiales y perfectamente redondas bolitas de patata de Findus –por cierto: no creo que aquella pasta pegajosa que contenían viniese de la patata, ni hubiese estado enterrada jamás en campo alguno- y aquellas más grandes, más irregulares, más naturales y objetivamente mejores bolitas artesanales.

Pero yo era un niño de ciudad. Y tenía que liarla.

-Pero… No.. Pero… ¡Esas no son mis bolitas!
-¿Pero cómo no van a serlo? Mira… Si es la misma caja que ayer ¡Si son tus bolitas, hijo!- soltó Pili con evidente tono de disculpa (Quizá no supiera de ovejas, pero sí de mentiras. Aunque fueran piadosas)
-¡Que no¡ ¡Que mis bolitas son diferentes, y más pequeñas, y están congeladas! ¡Aghaghagah! ¡Quiero mis bolitas!
-Pero chico, que son esas, pero que… Con el calor… -improvisó mi Tata- Y como estamos aquí en el pueblo… Pues...
-¡¡¡¡Aggggh!!! ¡¡¡¡Noooo!!!! ¡¡¡¡Quiero mis bolitas!!!!

Por supuesto, nunca probé aquellas bolitas. Se las cenaron ellas –pobres-, y aún intentaron convencerme. Sólo su infinita paciencia –se estaba rifando un infanticidio, y yo y mis cinco duros no hacíamos más que comprar números- evitó que la sangre llegara al río.

Me fui a la cama sin cenar. Vale. Pero fiel a mi lema: ‘Bolitas o muerte’.


Mi Tata y Pili, agotadas por la impertinencia del niño que fui, tras conseguir meterme en la cama y ceder al hecho de que no quisiera ponerme el pijama –“Quiero dormir en calzoncillos. Como mi padre”, exigí. Mi padre JAMÁS ha dormido calzoncillos, debo aclarar-, hicieron lo que se hace en todos los pueblos en verano: sacar una silla a la calle y disfrutar del fresco de la noche.

Para su infortunio, fueron a poner la silla debajo de la ventana del cuarto donde dormía.

-¡Ay, chica! -soltó Pili- ¡Pero cómo se ha puesto tu niño! Hay que ver… ¡Hay que ver!

Y entonces –el sorteo para el infanticidio aún no se había celebrado-, un meco de cinco años abrió de par en par la ventana y gritó:

-¡¡¡¡¿¿¿¿Pero queréis callaros ya????!!!! ¡¡¡¡Que no me dejáis dormir!!!!

Todavía no me explico cómo no me sacaron dos dientes de un tortazo.

Sí, si me lo explico, claro: mi Tata los detuvo. No a su hermana Pili, sino a todo el pueblo.

Puerto Urraco pudo haber sucedido antes. Pero mucho antes.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Rutinas

Cortas, pegas, marcas en negrita. Y mientras tanto –novedad- suena una canción. Buscas en google, encuentras en google. Sonríes y das un sorbo a la taza de té. O no, google te falla –o alguien le falla a google-: Home, back space. Home, back space. Cambias de canción y es Navidad en febrero. Lees, porque no puedes dejar de leer. “Y ya sabemos que no hay mayor derrota –ni triunfo–que la carcajada”. Hoy lo discutiría: el mayor triunfo siempre fue salvar un día de tristeza.

Cortas, pegas, marcas en negrita. Buscas un enlace, enlazas. ¿Abrir en ventana nueva? Sí. This Halloween is something to be sure. Recuerdas aquel tres de marzo. Sonríes y das un sorbo a la taza, que ya no es de té. Y dejas de sonreír. Bajo la mesa, una bruja y decenas murciélagos de cartón asustan al hombre que se arranca la cabeza. Lilly Munster se carcajea. Specially to be here without you.

Cortas, pegas, marcas en negrita. Y de vez en cuando en cursiva. Detrás de cada letra hay fechas, y detrás de cada fecha un recuerdo, o la posibilidad de un recuerdo. Habían pasado diez días desde que nos vimos; faltaban diez días para que nos viéramos. Te levantas, y te vas a buscar el libro que una vez te noqueó. Y ya no te acuerdas de si eras Michel y querías ser Bruno o eras Bruno tratando de ser Michel. Ya no importa tanto.

Cortas, pegas, marcas en negrita. Han pasado horas y quedan días, seguramente semanas. Tal vez meses. Ojalá que no meses. The perfume burned his eyes.

Cambias de canción.

Cortas, pegas, marcas en negrita. Then the time will come when all the waiting's done… Te das cuenta de hasta qué punto estás dispuesto a esperar.

Y –qué dulcemente extraño- recuerdas aquel frío y gris almacén que una vez fue una redacción. “Nunca sabrá –te dijiste entonces- que existió un segundo en que la amé con locura”.

“No fue sólo un segundo”, piensas.

Dejas de cortar, de pegar, de marcar en negrita. Y te vas a la cama con la sensación de haber vivido el mejor momento del día.


Paso a paso. Paso a paso.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Love will tear us apart

Lo recupero sin más y sin intención de aquella Casa de nieve original, donde a su vez fue rescatado del verano de 2002. Sin tocar ni una coma, ni aquella primera vez ni ahora. Quizá debería arrepentirme


Él soñó un amor rutinario, besos y algunas sonrisas, duradero pero invariable. Ella lo contempló y se enamoró de esa visión: un café juntos al mediodía, un te quiero mojado en lluvia; algo conocido aunque un tanto misterioso que se renovaba por puro amor. Él aborreció su propia visión, pero se enamoró de la de ella: un amor montaraz y despechado, de pasión sensorial. Olía a sudor y sábanas húmedas; sabía al aliento hueco de las mañanas, a días de ausencia para justificar el momento del reencuentro. Tenía la memoria de otros hombres, de otras mujeres, en los que encontrar el puro amor, que era puro por deseo, por codicia.

Ella se avergonzó de su sueño: se sintió sucia, desechada, humillada por si misma, como se humillan los corderos antes de ser sacrificados, como si se entregara sin valentía, sin enfrentarse a su verdugo. Le pareció una pasión vergonzante, como lo fue la noche entera: un placer vacuo, inmundo, corporal, terrenal, humano. Volvió al sueño de él y se encontró paseando por una ciudad sin nombre, de arquitectura múltiple, gótica y románica, mientras se agarraba a su mano. La ciudad se desvaneció y sólo quedaron sus manos entrelazadas y sus pies desnudos caminando sobre una superficie gris con tacto de hierba. Buscó su mirada y no la encontró: vio unos ojos blancos y húmedos, como sábanas desechas, y volvió a humillar la cabeza por vergüenza, aunque lo que sentía era culpa.

El no atendía a su sueño, sólo quería el de ella y buscaba su cuerpo en una cama húmeda; su cuerpo, una vez más, sólo su cuerpo desnudo para acariciarlo suavemente, aunque lo desee con violencia. Debía poseerlo una vez más antes de desvanecerse, de cruzar el umbral de la puerta, que es también el del tiempo y el del espacio, y llenarse de pasión, de una pasión renovada, alimentada por ella. Quería estar con otras mujeres para volver a ella insatisfecho, hastiado, y poder poseerla otra vez; necesitaba perder el amor, arriesgarlo entre infidelidades y celos para poder sentir; sentir una vez más, vivir la novedad, la entrega, la esperanza de ella cuando él sabe que se irá, se irá, aunque volverá con su carga de vergüenza para buscar a su amor soñado, porque sabe que sólo perdiéndolo puede encontrarlo.

Ella quiso deshacerse de su sueño en cuanto sintió la atracción que le conmovía. Quiso alterar el tiempo, desordenar la memoria para vivir en el eterno presente. Y lo hizo: logró que la prehistoria se situase inmediatamente después del mañana, y que lo contemporáneo y lo antiguo convivieran en un ayer que ya es futuro. Quería que siempre fuese hoy, y que mañana nunca llegara para que él no se fuera, para que no tuviese sentido acabar con la noche y perderse en el amor de otras mujeres, en camas ajenas y sábanas por deshacer, que le alejarían a él de ella y a ella de su sueño. Pero él lo impidió: reordenó el tiempo con la paciencia del relojero; separó la convivencia antinatural de antiguos y contemporáneos hasta recobrar el orden. Y en el orden, su sueño era la trampa, la rutina, la ternura caduca que contrasta con el amor perenne de la búsqueda de un recuerdo. Se ahogaba en las olas de la felicidad de ella, en el pasar de un día tras otro, y así hasta la muerte, que era ansiada por lo que tenía de novedosa.

El amor debía morir por la vía del dolor, como mueren los grandes amores, los no correspondidos, los fugaces e intensos, los largos y cadenciosos. Cada segundo de sueño se transformaba en distancia, que sólo tendría sentido al final, en el despertar que les convertiría en dos seres solitarios unidos por la fibra que les separa. Solitarios, incompletos el uno sin el otro, y separados por cada minuto que pasaban juntos.

A esa madrugada de sueño le siguieron años de ensoñación. Cada noche de ese tiempo se encontraron para buscar el sueño adecuado, la visión deseada del amor al que aspiraban y del que no eran dueños. Y así, el amor les fue separando, mientras se buscaban el uno al otro para completarse, no entre los dos, sino cada uno a través del sueño del otro. Y de ese nexo fatal surgió la distancia, y de ésta, el olvido de sí mismos, que sólo fueron completos la primera noche, que languideció para siempre como un sueño ausente.

viernes, 12 de noviembre de 2010

What a little moonlight can do

De regreso tras un paseo por el pasado

"No te preocupes: sabes que soy gran experta. Te puedo asesorar. En el Ikea venden unos fantasmitas luminosos para los pekes a los que les da miedo la oscuridad."

Hay cosas que queríamos hacer y hemos hecho. Me gusta recordarlo.

domingo, 7 de noviembre de 2010

viernes, 5 de noviembre de 2010

You'll never walk alone


Por ejemplo.

EDITO (27/XI/2010): Por razones que no acabo de entender -o quizá sí-, ésta que ven es la entrada más vista de este blog. Si usted se pregunta por qué Fernando Torres va de ese color y qué es esa Cámara oscura que le patrocina, haga click aquí, y encontrará el libro que lo explica. Y si se lo compra -you better believe it- saldrá ganando. Por que no es sólo lo que parece. Y si tiene preguntas, deje un comentario. Hallará respuestas.

domingo, 10 de octubre de 2010

Put on that dress

La liturgia de los viernes por la tarde –de mis viernes por la tarde- se ha vuelto un poco gris. Quizá decae, como decae el año mientras se arrastra hacia el invierno.

(Curiosa decadencia, cuando el blanco es plenitud).

No es que no haya cafés de encanto, no es que falte voluntad, no es que no queden libros. Es sólo que ya no pueden batir al recuerdo y a la ensoñación; al hoy y la posibilidad del mañana.

Una vez leí de un hombre. Padecía una rarísima enfermedad: tenía una memoria total. No es que no tuviera capacidad para olvidar, sino que para él recordar era vivir. Si le preguntaban qué pasó tal día de tal mes de tal año, su vida se desplazaba a ese tal día de tal mes de tal año: “Me levante a las ocho, algo más tarde de lo habitual; desayuné: el café estaba demasiado caliente”, recordaba, y la lengua le volvía a arder. “Leí la ira cómica del periódico, la de Calvin y Hobbes. Era aquella de los muñecos de nieve asesinos”, y volvía a reír como entonces. “Y… Oh, no fue agradable. Fue la tarde en que me dispararon”, y la herida volvía a abrasar, y se retorcía, y volvía a tratar de contener la hemorragia que sucedió tal día, de tal mes, de tal año.

Para él, la memoria no la formaban pequeñas dagas de nostalgia. Era vida real en tiempo real.

Cuanto más revivía, más dejaba de vivir. Recordando un fin de semana de vacaciones se sumió en un letargo que duró exactamente dos días. Como castigo a su don, tenía que poner límites y fronteras estrictas a sus recuerdos. Porque su final, su terrible final, ya estaba escrito: tal vez un día, sin voluntad de hacerlo, rememorase su infancia. Y moriría: embarcado en un recuerdo inabarcable, entraría en una especie de coma lúcido en el cual dejaría de comer, de dormir, de beber, y se moriría en el recuerdo de su quinto cumpleaños.

Como no sé muy bien qué es la vida, y aún menos la muerte, una parte de mi le envidia. Tal vez su memoria siguiera actuando aunque el cerebro se hubiera desconectado. Tal vez reviva su historia una y otra vez, en un bucle infinito, que le lleva desde su origen hasta el punto en que decidió recordar, y vuelva a empezar, y vuelva a empezar, y vuelva a empezar. La inmortalidad por repetición. La eternidad por rutina.

Qué quieres vivir, qué quieres recordar. Aún no sé si ese hombre era un desgraciado o un semidios.

Sigue habiendo cafés de encanto, no falta voluntad, aún hay libros. Pero es todo un poco gris.

Puede que sea mejor así: se destacan los matices tenues.

Como en tu vestido de Reina de Corazones

martes, 5 de octubre de 2010

You and me Sunday driving

On our way... to Unst

Sí, vivan las pequeñas polluelas. De rojo (o no)




[*. Por si no había quedado claro]

martes, 14 de septiembre de 2010

La pequeña Mary Royl


Hubo una vez un Invierno tan frío que decidió quedarse. Y hubo que ponerlo al baño maría para sobrevivirlo.

Pero quién se atrevía a semejante cosa.

Y en aquel pueblo, fueron a preguntar casa por casa, puerta a puerta, a todos los vecinos. Muchos se encerraron, ni quisieron saber de la empresa, que tanto era el pavor que le tenían al Invierno. Tapiaban las ventanas y cegaban las chimeneas con tal de ni oír la pregunta.

Por supuesto, la única que no cerró su puerta fue Mary Royl, la muy pequeña Mary Royl, que sin decir sí ni decir no se vio caminando hacia el norte, en busca de aquel Invierno y envuelta en cuatro bufandas y un jersey de lana...

Pasaron días en el que el que el viento fue tan fuerte hacía que Mary Royl caminara hacia atrás. Cayó tanta nieve que prefirió hacer un túnel y cruzarla por debajo que tratar de sortearla a pie. Y el frío fue tanto, tanto, que se bañó en lagos helados para entrar en calor.

Pero un día, Mary Royl se encontró al fin con el Invierno.

-¿Quien te envía?- Tronó el señor del frío
-¿A mí? Nadie. He venido paseando- contestó Mary Royl (Y no era verdad, que sólo ella sabía cómo había podido cruzar aquel glaciar de hielo y riscos saltándolos de uno en uno cada vez que podía engañar al viento)
-¡¡¡¿¿¿Paseando???!!! ¿Cómo osas insultarme?
-No te insulto. ¿Cómo voy a insultarte si ni sé quién eres? He venido a buscar al señor Invierno...
-P... Pero- el Invierno no podía creer la insolencia de esa niña- ¡Esta bien! ¡Yo soy! ¡Estás ante él!
-Ah, pues qué bien. Tanto gusto en conocerle. ¿Y sería usted tan amable de enseñarme lo que es el frío?- le preguntó Mary Royl, mientras se balanceaba y miraba al Invierno con ojos tiernos, para que no se le notara el temblor
-Pero… Pero… -el Invierno no cabía en sí- ¿Cómo que qué es el frío? ¿Vuelves a insultarme? ¿No has visto ya el viento, el hielo, y la nieve y como he congelado los mares?
-Ah… Bueno, sí. Un poquito de brisa sí que he notado- dijo Mary Royl, para provocar aún más al Invierno-. Pero me dijeron que en el norte es donde hace frío. ¿Estamos ya suficientemente al norte, señor Invierno, si es que es usted quien dice ser?

Cayeron copos de nieve tan grandes como sandías: eran fruto de la ira del Invierno, que no comprendía tanta insolencia. “Tendré que tener cuidado –se dijo Mary Royl-, no vayan a aplastarme antes de que…”.

-¡Ahora aprenderás! –le gritó el Invierno- ¡Sube a mi hombro y verás!

El Invierno, con Mary Royl en lo alto, caminó a grandes pasos, cada vez más al norte. Pasaron por sitios donde la nieve era tanta que los pocos que vivían allí miraron asombrados una de las bufandas de Mary Royl, que era verde, y dijeron que nunca habían visto un color así. Entraron en un valle que era como un museo de hielo, porque todo lo que entraba allí se congelaba, y se veían pájaros y plantas y personas de todas las épocas inmóviles y atrapados para siempre. Y el frío era atroz.

-¿Ya sabes lo que es el frío, niña?- preguntó el Invierno
-Ah, pero… ¿Ya hemos llegado?- replicó Mary Royl

El Invierno no pudo más que gritar y agrandar sus pasos. Y ya en muy poco estuvieron en el punto que más al norte está de todas las tierras.

Cuando llegaron al norte de todos los nortes, Mary Royl no podía ni moverse. Pero tuvo que seguir con su farsa para engañar al Invierno.

-Pues… Si es esto… Tampoco es para tanto ¿Estás seguro de que el frío, y el señor Invierno de verdad, no está detrás de ese horizonte?- preguntó Mary, señalando un punto lejano
-¡¡¡¡Pero cómo se puede ser tan descreída e insultante!!!- bramó el invierno, y Mary Royl creyó oír como columnas de granizo caían del cielo ya arrasaban varias ciudades
-Ah, bueno… Es que a mí no me parece tanto. ¿Tú has estado detrás de ese horizonte? ¿Seguro que allí no hace más frío?
-No, nunca he estado… Pero… Pero… ¡¡¡Esa no es la discusión!!! ¿Qué es esto???- gritaba el Invierno
-Pues acompáñame. Ven conmigo, acompáñame. ¡Que a lo mejor allí sí que está el invierno!- dijo Mary Royl.

Y el Invierno, incrédulo y derrotado, tomó de la mano a Mary Royl y caminó hacia el horizonte. “No puede ser verdad lo que me está pasando”, murmuraba.

Y al final llegaron a aquel horizonte donde, con horror, el Invierno se encontró ante el Sol, un viejo amigo de Mary Royl, que ya había preparado un océano burbujeante de agua hirviendo. El Sol empujó al Invierno al océano, que se deshizo entre grandes gritos: “¡Me has engañado, me has engañado!”.

Y así fue como Mary Royl puso al Invierno al baño maría.

En el pueblo ya todos habían salido de sus casas y habían vuelto a abrir las chimeneas, y festejaban en las calles el triunfo de Mary Royl, a la que habían preparado una gran fiesta de bienvenida.

Pero para su sorpresa un día llegó un extranjero, que traía una carta de Mary. Los mayores la tomaron, y la leyeron en voz alta. Decía así:

“Como veis, el Invierno ya se ha ido. La verdad es que le debéis un favor al Sol, así que hacedle honores. Pero yo he pasado tanto frío y a la vez tanto calor –no sabéis cómo era aquel océano hirviente-, que de regreso me paré en un pueblecito encantador. Tiene bosques de verde y ocre, las casas son de piedra y los suelos de madera. Y adorables tiendas de olores improbables, teteras divertidas y tartas con ruibarbo. La gente ni se esconde del frío ni se echa a la calle en cuanto ve el sol. Dicen que se llama Dunkeld. Y me voy a quedar aquí un tiempo bien largo. Y para la próxima, ya aprenderéis a solucionaros los problemas solos”.

KONIEK

domingo, 18 de julio de 2010

We miss winter


¿A que sí?

jueves, 15 de julio de 2010

Kickette

No, mujer, si yo lo entiendo ¿Cómo no lo voy a entender? Pero me da por ahí, por la histeria, por el miedo. Pero ese soy yo, y mis tonterías, que ya las conoces –demasiado bien que las conoces-. Además, todo es propicio para que sea así: la fascinación colectiva, la épica, la comunión con un éxito ajeno que podemos sentir como propio. Bueno, sí, eso lo has contado tú, pero… Fortalece mi argumento ¿Lo dejamos así?

Pues sí. Ríete, sí, pero es que es así. Acompleja. Más uno que otro, eso es cierto. El primero, el de las fotos de tu carpeta, es… Demasiado de diseño. Como muy medido. Y por eso, frío –y sí, ya sé que fría, precisamente fría, no te deja-. Pero el otro… Es agreste, montaraz, como tú decías. Es imperfecto, y por eso acompleja más. Uno puede competir con la perfección, porque es irreal, está diseñada: sabes que hay defectos, pero ocultos. Y puedes criticarlos. Pero no, éste otro es un tío normal. Sí, no te rías: normal. No oculta sus imperfecciones, y apostaría un brazo a que precisamente eso es lo que te rinde. La barba pelirroja excesivamente alta, penetrando demasiado en las mejillas. La piel demasiado pálida, y demasiado salpicada de pecas. El gesto, a veces, demasiado rudo, demasiado terrenal –oh, claro, es un montaraz-. Torso cincelado –cómo no iba a tenerlo, claro-, pero no demasiado, como a medio hacer. Supongo –no creo que te hayas fijado, pero lo supongo- que también te volverán loca sus manos. Y los ojos, pese a que son demasiado pequeños, como si siempre estuviera deslumbrado. Y juega -sí, no olvides que esto es un deporte- muy rígido: definitivamente, la elasticidad no es lo suyo. Defectos, defectos, defectos… Que le hacen real, posible. Y precisamente por eso acompleja. Nos –plural mayestático, o de género- acompleja: ¿Cómo no va a acomplejar un tipo que derrota a tus virtudes, sean las que sean, con sus imperfecciones?

Pero la raíz de todo es la envidia. No te engañes. Porque, gaycidades y heterosexualidades histéricas al margen, ¿a qué hombre no le gustaría ser así?


Pues eso. Que lo sé. Que te entiendo ¿Cómo no te voy a entender?

martes, 29 de junio de 2010

domingo, 13 de junio de 2010

That brought on the Frisco quake

No tiene que ver -no necesariamente- con nada, pero...

sábado, 15 de mayo de 2010

Amor prohibido


Me gusta cómo me recibes, solícito, urgente, cuando llego a casa. Me gusta cómo me buscas detrás del sol las tardes de domingo. Me gusta vernos en la calle, paseando a deshoras, y tu expresión de sorpresa y complicidad cuando nos divertimos. Me gusta cuando me acabo de despertar y entras en la cama: sabes que no deberías - y que me decepcionarías si no lo hicieras-. Me gusta pensarte y echarte de menos: es fácil hacerlo cuando sé que voy a encontrarte. Me gusta mirarte cuando duermes, cuando sueñas, cuando estás en tus cosas; cuando me miras. Me gusta cuando te enfadas: por lo poco que dura, porque nunca hubo una amargura tan tierna. Me gusta pensar que indagas en mis rincones cuando no estoy, o quizá porque no estoy. Me gusta saberte tranquilo en mi sofá, en mi cama, mientras me baño, leo, cocino: esos silencios –esas presencias- son la felicidad.

-Nunca podrás imaginar –te dije- lo distinto que sería todo si fueras un hombre.

Gruñiste como si me hubieras entendido.

sábado, 8 de mayo de 2010

La batalla perdida


Tras la derrota, el General se refugió en su mansión. Pensó en dedicarse a la jardinería –el clima, la riqueza de la tierra y los conocimientos de botánica adquiridos en largas noches de enciclopédica lectura hubieran convertido la finca en la más notable de las ya de por sí notables mansiones de la zona-, pero lo desestimó: le hubiera faltado paciencia. La caza fue una alternativa, y se refugió en ella un tiempo, hasta que una mañana, mientras apuntaba a un venado, sintió una rara forma de piedad, una clemencia que desconocía -y que achacó a la vejez, y a la derrota: nunca había dudado en mandar a racimos de hombres a una muerte segura si la operación, militarmente, lo exigía-. Fue incapaz de disparar a aquel imponente ciervo que se erguía sobre el horizonte de la colina, imperial, indefenso: inocente. “Sí –desveló a sus allegados -, inocente. No es que no pudiera dispararle: es que no encontré motivo”. Aquella confesión le costó buena parte de los pocos amigos que ya le quedaban, militares como él. “La vida retirada le ha contagiado la cobardía”, decían, con un gesto que nunca se supo bien si era de pena o de reproche.

Pensó en dedicar su tiempo a la repostería. Había comprado un libro de recetas en la librería de la villa, pero su repentina afición, unida a su célibe viudedad, hizo que los comentarios hacia él se volviesen cada vez más soeces y malintencionados. Incluso un amigo –dejó de serlo después del incidente- se atrevió a mandarle un ramo de violetas con una tarjeta tan burda, tan ofensiva, que le sumió en un silencio iracundo que duró semanas.

Cuando al fin rompió su mutismo, apenas dijo: “Ya he tenido suficiente”.

Con su arquitectura de buque herido, subió las escaleras a grandes y trabajosos pasos y se encerró en el desván.

Y ya sólo se oían sus bramidos, y un ruido de metales.

Las doncellas –quizá ya las únicas personas que le querían bien, no por el trato que el General les dispensaba, secó aunque cortés, sino por el inveterado cariño que conservaban por su esposa, a pesar de que ya contaban más de diez años desde su muerte- no pudieron evitar inquietarse, y escribieron una preocupada carta a Lady June, la sobrina única –y no sólo por eso preferida- del General.

“Estimada señora,

Le escribimos estas letras con hondo pesar, y como medida desesperada. Su tío, el General, lleva semanas encerrado en el desván. No responde a nuestras peticiones, ni permite que le acompañemos a sus aposentos. Ni siquiera baja al comedor a las horas convenidas: creemos que se alimenta por las noches porque resolvimos subirle una bandeja con comida antes del anochecer y cada mañana la encontramos vacía. De sus ropas y aspecto –pudimos verle de lejos, alguna vez, desde el jardín, haciendo grandes aspavientos tras el ventanal- lo más prudente es no hacer comentario alguno. Sólo le escuchamos gritos que no acertamos a entender; ni siquiera podemos asegurar que los pronuncie en nuestra lengua. Sólo eso: gritos y sonidos de metal que estalla. Somos –bien lo sabe- mujeres prudentes, y tememos que se le haya secado el cerebro. O peor aún, y que Dios nos perdone, podrido el alma. No podemos más que urgirle, por el cariño que se tienen, que venga a la mansión con la mayor celeridad posible.

P.D.: Para que se haga cargo de la gravedad de la situación, sepa que en la villa ya circulan comentarios que dudan de la cordura del general. Y algunos –ya sabe cómo son de maledicentes los vecinos- hasta de su hombría”.

Lady June tardó apenas diez días en aparecer por la mansión. Como quiera que el correo tardaba cinco en llegar a Londres, las doncellas suspiraron de alivio: la pobre joven se quedó tan preocupada con el contenido de la carta que a buen seguro había dejado la capital sin tiempo de leer la última frase.

-¿Dónde está?- preguntó la joven. Un estallido retumbó en toda la casa.

-En el desván, Lady June, como bien ha podido oír –replicó el ama de llaves-. Ya hemos perdido la cuenta de cuántos días lleva allí.

Con pasos prudentes y acompasados por el crujir de la madera, Lady June comenzó a subir la escalera. Tuvo miedo: en verdad las palabras de su tío parecían de una lengua ignota y, desde luego, lejana a cualquier civilización. En Londres le habían contado de sortilegios africanos y ritos paganos que enloquecían a los soldados ¿Sería su tío víctima de lo que ella misma siempre consideró leyendas para jóvenes impresionables?

Conforme avanzaba las escaleras ya pudo distinguir alguna de las frases que salían de la boca del General. Especialmente una: “¡Adams, hijo de mil demonios, le he dicho que no descuide el flanco!”. De repente, tronó un ruido atroz que arrancó un grito de las doncellas, que miraban desde el pie de la escalera: parecía que el techo se había derrumbado. Lady June subió las escaleras a toda prisa, temiendo que su tío, con la cabeza completamente ida, se hubiese herido.

Sin llamar, sin aliento, y con toda urgencia, abrió la puerta del desván.

El General, con el pelo enmarañado y barba de náufrago, dominaba el centro de la estancia. Las ropas, bañadas en sudor, se habían convertido en harapos. Blandía la pata de una mesilla de té como si fuera una fusta, quizá una vara de mando. Y –Lady June gritó de espanto- se dirigía a los objetos.

Adams, el hijo de mil demonios, no era más que un sofá desvencijado.

“¡Que la caballería no pierda la posición!”, bramó el General, dirigiéndose a un grupo de jarrones adocenados en una esquina y rotos por los bordes. “¡Los mosquetes! ¡Sigan disparando! ¡Ya están en retirada!”, urgió, mientras señalaba a varias cuberterías que yacían en el suelo. “¿Y los cañones? ¡Que no cese el fuego!”, ordenó, al tiempo que miraba con delirio a una serie de candelabros –los mismos que alumbraban la mesa en las cenas de Navidad que tanto añoraba Lady June, y que con tanto cariño preparaba la esposa del General-, que, tumbados en el suelo, apuntaban hacia un amasijo de sábanas, mantas y cojines que se arrinconaban junto al ventanal.

“Tío…”, suspiró Lady June, mientras el General seguía insultando a aquel sofá al que llamaba Adams.

“Tío…”, insistió con más fuerza, sin que el General le oyera: los cañones –los candelabros- no disparaban con la frecuencia que estimaba necesaria.

-¡General!-, gritó al fin con firmeza. Su tío se volvió

-¡June, querida! –La sorpresa iluminó su rostro-¿Qué haces aquí, cuándo has venido?

-¿Que qué hago aquí? ¿Aún te atreves a preguntarme que qué hago aquí? –El delirante espectáculo había privado a Lady June de toda la prudencia que cabe exigir a una joven londinense- ¿Qué es esto, a qué estás dedicando tu vida? Las doncellas están asustadas, temen por ti y por tu honor. La villa entera es un rumor, que se extiende en la voz de cada comerciante. Dicen que has perdido la cabeza, y algunos…

Lady June no pudo seguir. Como un relámpago, el rostro de Adams cruzó su mente: era aquel joven capitán del que tan bien hablaba su tío y que había muerto en la última batalla.

-Entiendo… Ahora entiendo- musitó Lady June-. Tío mío: la guerra acabó. Luchaste con todo tu honor, con todo tu orgullo. Adams murió, es cierto, pero no fue culpa de nadie: guerra y muerte, bien lo sabes, siempre caminaron de la mano. Luchaste, tío mío, General, pero todo se perdió. No ahondes en tu dolor reviviendo esa pérdida. No insistas, no te robes los años que te quedan. Todo eso ya pasó.

-Ay, chiquitina… Pequeña mía –sonrió el general, enternecido-. ¿De verdad piensas que lo que aquí ocurre, que lo que aquí hago, es revivir la derrota?

Hundida en el asombro, Lady June no halló palabras con las que contestar. Cuando al fin iba a replicarle, el General resopló. Toda la habitación se llenó de hastío.

- Sólo… Sólo intento –balbuceó el General- saber de cuántas formas podría haber ganado.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Mi regalo (On demand)

(Me vas a tener que seguir perdonando)

-¿Qué es este ruido insoportable?- murmuró la princesa, incorporándose de una siesta que se le antojaba había sido especialmente pesada.

Se acercó a la ventana, cubierta -qué extraño- por una tupida hiedra color sangre. Apartó hojas y telarañas y legañeó a una luz tibia, de alba o atardecer. Aun desde esa altura, parecía que los jardineros se habían mostrado excesivamente descuidados. Muy muy descuidados. Su jardín, ese jardín digno de Fibonacci, lleno de espirales hipnóticas y perfectas, se hallaba ahora cubierto por una maleza delirante. Milanos del tamaño de una cabeza volaban hasta el torreón y se deshacían en -no sabía bien- insectos o en diablillos. Espinos grandes como los más grandes robles envenaban sus mosaicos de escuadra y compás.

A sus ojos bullía el caos, la más absoluta de las arbitrariedades. Aurora sintió que se mareaba.
Bajó la torre, bajó el castillo y llegó al corazón de aquella urdimbre, donde la aguardaba un caballero de rostro desfallecido, atrapado por la raíz pulposa de una de aquellas plantas.

-¿Has visto... -musitó-... has visto a mi caballo?

Aurora recordó al animal que alcanzó a distinguir, huyendo en estampida, mientras se abría paso a través del bosque. Asintió, con la mirada perdida, y levantó la espada medio oxidada que portaba a la espalda. Ante semejante gesto -al fin y al cabo, Aurora era dama de absurdos ropajes, cabellera de enjambre, gesto ausente y pronto acero- el caballero dejó escapar un alarido.

Un fuerte olor a quemado llenó el aire y la raíz pulposa, sesgada en dos, retrocedió de nuevo a lo oscuro.

Aurora suspiró, tratando de dominar la ira.

-No vuelvas... -silbó entre dientes-. No vuelvas a tocar mis peonias.

sábado, 6 de marzo de 2010

Os velhos amantes

Me vas a tener que perdonar...