miércoles, 17 de diciembre de 2008

Las mujeres, que leen, son peligrosas


“El cuello alto en hombre me encanta (y a ti tienen que sentarte de vicio, tómatelo como quieras. Más bien, como un sincero halago)”, me dijiste. Y al cabo de un par de días ya estaba comprándome un jersey de cuello alto.

¿Por qué? Porque las mujeres, que leen, son peligrosas.

martes, 2 de diciembre de 2008

Mi vídeo gay

A vueltas del visionado, tras experiencia frustrada, de Mamma Mía! por parte de Mninha y el acertado comentario del Señor Invitado al respecto, me veo en la penosa obligación –tal vez porque, con la edad, a uno le sobreviene la necesidad de limpiar la conciencia- de relatar mi pronta experiencia con la homosexualidad y el vídeo que, inconscientemente, protagonicé al respecto. No sin antes, eso sí, de darle la razón a Mninha, que también hay Colinfirthizistas entre los hombres heterosexuales. La salida del armario del señor Darcy de El Diario de Bridget Jones con humedecido abrazo a musculado efebo –no en vano estamos en Grecia- es: 1. Vergonzante, en cuanto constituye la más pacata asunción de la homosexualidad propia de la historia, más en comparación con Brokeback Mountain; y 2. Nuevamente vergonzante, porque Colin Firth debe ser siempre o bien ese héroe decimonónico que toma un inspirador baño en la campiña británica, bien ese perfeccionista irredento que dobla sus calzoncillos sobre una silla antes de irse a dormir. Ni más, ni menos.

Pero vamos a lo que vamos: corría 1979, Suárez era Presidente y España, dicen hoy, se adentraba en el proceloso mar de la incierta transición. Por aquel entonces, tenía yo unos cuatro años y, sin hermanos, sin amiguitos (Me prohibían jugar con los niños en el parvulario porque, al parecer, manifestándoles mi cariño les hacía daño, ya que se ve que era un niño bastante sobredimensionado –lean grande- para la edad que tenía. Vamos, como el mito de Frankenstein); sin amiguitos, decía, pasaba mi primera infancia en compañía de dos vecinitas, que entonces tenían 11 años, y de mi primo –omitiré el nombre, llamémosle Rupert-, que debía tener unos 12. [Lo de tener yo cuatro años y tener proximidad con dos vecinitas –una rubia, otra morena- de 11 añitos me hizo lamentar que esa relación no prosperara en el tiempo. Porque mis 14 años hubieran sido bien distintos si hubiera conservado la, ejem, proximidad con dos vecinitas, una rubia y otra morena, que contaban entonces con 21. Aunque entonces ya no eran mis vecinitas. Maldición.]

Mi primo Rupert, a sus doce años, era un niño con sobrepeso, rizos, gafas de concha y nulos amigos, que prefería la compañía de niñas antes que jugar al fútbol y que gustaba de la soledad, lo que le hubiera convertido en el candidato ideal para presentar el difunto Las Gafas de Angelino. De esa soledad se derivó una pronta afición al cine, que compartía tangencialmente con mi padre, que se sirvió de una cámara de Super8 para registrar mis primeros pasos por el mundo. Aquellas cintas mudas de tres minutos, que van camino de cumplir 30 años, fueron tanto el testimonio de una época como el material de trabajo de mi primo Rupert para hacer un montaje de vídeo con las imágenes de mi infancia añadiéndoles la música del momento. Perpetró tal horror en 1982, ya en plena adolescencia. Y el resultado, que nadie va a ver jamás –excepto en reuniones familiares a las que no están invitados, y sólo en caso de extrema necesidad o tedio-, es más o menos como sigue.

El vídeo comienza conmigo en la piscina, a los cuatro años, en la desnudez propia de los bañadores de la época mientras, poco a poco, el The winner takes it all de Abba hace acto de presencia.



Como elemento de transición, Rupert no tuvo mejor idea que añadir algunas escenas de Barbarella en las que Jane Fonda se rendía a los pies de ese Ángel rubicundo que tanto remitía a San Sebastian, mito gay por excelencia.



No contento con eso, el corte daba paso a la escena en la que mis vecinitas –Pati y Vicky, se llamaban: más madera- jugaban conmigo y con una réplica de Ruperta, la calabaza del Un, dos tres, al son del lamentable y antipedagógico I can boogie de Baccara, las Abba hispanas, en el cual una señora de Madrid y otra de Logroño hacían buena la pronunciación inglesa de Raphael en Aquarius y que, dice la Wikipedia, representaron a Luxemburgo en Eurovisión 1978.



Y como colofón, sobre las imágenes de la Fiesta Deportiva de mi colegio, y mientras exhibía la torpeza que me resulta innata y ya, a la tierna edad de seis años, dejaban bien a las claras que jamás podría ganarme la vida con cualquier actividad, deportiva o no, que requiriera del esfuerzo físico, Rupert concluía el crimen poniendo de banda sonora El Mundial, la casposa y cañí canción que Plácido Domingo grabó para el Mundial 82 –el de Naranjito-, y que, entiendo, le daba el toque Almodovariano a la creación de mi primo, al que –creo que es necesario aclararlo- no he repudiado.



Con el tiempo, y en cada visionado de la cinta, observé como mi padre, en plena vicisitud, disculpaba algunos excesos sosegando a los presentes con frases del tipo: “Es que esa canción se escuchaba mucho en esa época”; “Es que Abba estaban de moda entonces”; “Es que esa película se acababa de estrenar”. Obviamente, no podía decir la única verdad: “Es que mi sobrino, que entonces tenía 15 años, ya apuntaba maneras y decidió, probablemente sin capacidad para considerar las futuras implicaciones de su trabajo, que convertir la infancia de mi primogénito en una reunión de pluma añeja bañada en el aceite que se le desprendía mientras llenaba la pantalla de futuros iconos del mundo de las Drag Queens y con la única aparición de un hombre musculoso y semidesnudo, a medio camino entre el David de Miguel Ángel y el Eusebio Poncela de La Ley del Deseo, era lo más adecuado”.

Hoy, en 2008, mi primo Rupert es un acaudalado abogado que vive felizmente con su marido en un barrio de clase alta de Barcelona (aka Gafapastown). No podía ser de otra manera. Su salida –oficial- del armario aconteció en 2003, y en mi familia hubo quien se escandalizó, a pesar de haber visto mi vídeo gay. Y es que tiene que haber gente para todo.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Una breve historia de decadencia

De la época en la que me gustaba recibir regalos, aún recuerdo que lo mejor era desempaquetarlos. Rasgar el papel era el regalo en sí: durante unos breves segundos, aquello podía ser casi cualquier cosa y los límites desaparecían. Quizá por eso –y por cierta tendencia a la decepción-, una vez desenvuelto el paquete había más de desilusión que de sorpresa o agradecimiento. Aquello ya era algo y no, como apenas un minuto antes, todo. Y así, poco a poco, me dejó de gustar recibir regalos [Además, podría abundar en el hábito cada vez más común de regalar siendo el hecho de regalar el fin en sí mismo del regalo. Generalmente, no se da pensando en quien recibe, sino que el motivo es la misma persona que regala: ‘Esto es lo que te doy porque pienso que es lo que te gustaría’. Y no es así. Regalar es la certeza de saber que vas a hacer feliz a quien recibe el obsequio. Y que sea así no suele ser algo común, aunque hay excepciones]

Hoy –y sé que no soy el único-, lo poco que queda de esa ilusión lo suelo encontrar en los suplementos dominicales. Por ejemplo, el de El País del pasado domingo. Detrás de la insulsa portada de una Eva Mendes a la que confundí con Cindy Crawford –que supongo que es lo que se pretendía-, encontré dos pequeñas joyas: un reportaje sobre el parque de atracciones de Coney Island y una entrevista con Lou Reed.

La cierta tendencia a la decepción que mencionaba es, creo, una inclinación a la melancolía, que también se manifiesta en la preferencia por un invierno que aquí nunca llega –por algo esto es La Casa de Nieve- y un espíritu, en cierto modo, decadente. Coney Island está en Brooklyn, y cualquiera que haya visto Smoke o Blue in the face sabrá qué significa. Brooklyn es, de los barrios que componen la ciudad de Nueva York, el más middle class, con todo lo que ello implica. Todo es sencillo, familiar, con un cierto encanto de aromas viejos que se pretende conservar. Y Brooklin es también una decepción no superada. Tras la gran depresión americana, e incluso en el tránsito de la Segunda Guerra Mundial, Brooklin vivió su esplendor, que fue modesto. El barrio, sus habitantes, fueron discretamente felices, también en torno al parque de atracciones de Coney Island. Supongo que era un tiempo más sencillo, donde aún se podía descubrir el mundo. El cine era recientemente sonoro, y se consideraba un milagro, más aún cuando la televisión era un lujo al alcance de muy pocos. El circo permitía ver maravillas de todo el mundo, y la inocencia que aún pervivía dejaba ver rostros de asombro ante un tigre enjaulado, un trapecista o risas sinceras ante el gag de un payaso. La pobreza era aún un recuerdo reciente, y en apenas una década, en New Deal de Roosevelt había generado una gran clase media que, en Nueva York, vivía en Brooklyn, tras el puente, donde el East River hacía de frontera entre Manhattan y la reciente clase media del barrio. Y, claro, estaba la radio. Y para qué seguir describiendo la nostalgia, si ya lo hizo Woody Allen en 1987.

Pero aquel Brooklyn, en cierto modo, murió. Exactamente en 1957. Para el barrio, su equipo de béisbol, los Dodgers, eran el alma, el orgullo de la ciudad. Contaban con el mejor jugador del momento, Jackie Robinson, un negro con el que no resultaba difícil identificarse: las dificultades que tuvo que afrontar en 42 de los Dodgers no distaban demasiado de las que muchos de los habitantes del barrio habían vivido en carne propia. Por eso, el título mundial de los Dodgers, en 1955, llenó al barrio de orgullo en dosis sólo equivalentes a la tristeza que sintieron los brookliners cuando, apenas dos años más tarde, el dueño del equipo trasladó a los Dodgers a Los Ángeles. Fue una triple derrota para Brooklyn: primero, ante el propio estado de California, que se llevaba a su joya a un terreno mucho más glamuroso que la modesta rivera del East River; segundo, ante Manhattan, que veía como el otro equipo de la ciudad, los Yankees, quedaban definitivamente por encima de los Dodgers, ya no de Brooklyn, sino de Los Ángeles; y tercero, ante sí mismos, que perdían su orgullo sin poder hacer nada al respecto. Así, Brooklyn entró en decadencia –los años 60 hicieron el resto- y el barrio perpetuó la nostalgia, la melancolía y un cierto estilo de vida, sencillo, de pequeños placeres, de hábitos cotidianos… De, por ejemplo, anécdotas en un estanco.

Mientras Brooklyn decaía, uno de sus hijos, Lou Reed, tomaba Manhattan. La Factory, Andy Warhol, la Velvet Underground… Reed y su música rehicieron Nueva York y crearon un cierto estilo, un inconformismo vago, quizá herencia de Brooklyn, pero desde el mismo centro de Manhattan, en la calle 33, entre Madison y Park Avenue. Latas de sopa, Elvis, Coca-Cola, Marilyn… La iconografía de los años 50 –la del esplendor de Brooklyn- envuelta por la bohemia neoyorquina y la decadencia de la propia Velvet, antesala de un glam con dosis obligadas de prozac –tal vez anfetaminas- del que Lou Reed sería emblema en la primera mitad de los 70. Por ejemplo, en Walk on the wild side.

El pasado domingo, en páginas consecutivas, leí lo poco que queda de Coney Island, lo poco que queda de lo que Brooklin fue. A través de una artista del burlesque –ni si quiera es Dita Von Teese- de aspecto newyorrican, se narra Coney Island pasa de especio decadente a un lugar sórdido, de peleas callejeras, de atracciones que no funcionan, de carteles desgajados por el óxido, de sonrisas congeladas por el tiempo, y que ya tienen un aspecto tétrico. Y, justo después, Lou Reed recita a poetas catalanes traducidos al inglés en el CCCB de Barcelona mientras lamenta no encontrar una buena traducción de Jorge Manrique en la lengua de Shakespere, hunde a Jim Morrison, se reivindica como poeta y apenas si habla de su música. Sólo lo hace para mostrarse orgulloso de que Julian Schanbel haya filmado el concierto en el que interpretó su álbum Berlin. A pesar de haberlo grabado en 1973, nunca había tocado ese disco en público. Sólo lo hizo hace un par de años. ¿Dónde? En Brooklyn. Claro.

The Glory of Love

martes, 28 de octubre de 2008

Insomnio



Debería estar en la ciudad de tus inviernos, persiguiéndote entre el tacto de la ropa de abrigo. Debería estar contigo de la única manera que puedo: hablando de ti, al fin, con sinceridad. Debería estar buscando una manera de volver a seguir, de recobrar aquel camino, en vista de que el olvido no es posible. Debería tener -debería habernos permitido- algún recuerdo más que aquel día luminoso e incompleto que se partió, partiéndonos. Debería haberte dado más lugares comunes, más placeres culpables, más casas de nieve. Debería poder recordar tu risa, que, como tu voz, se me diluye en el tiempo y se incrusta, sorda, en las heridas que yo mismo me he abierto. "El mar es tenaz -te dije-, sabe que nunca conquistará la tierra, pero no deja de intentarlo". Y sí lo hace, sí conquista. Llega dentro, se filtra y llena, y llena, y llena. Y me llenas, sin poder tocarte, sin poder verte, sin poder oírte. Apenas en el goteo de tus días, mientras sigo, sí, pero hacia ninguna parte.

No puedo dormir. Y he venido a buscar esta canción, himno del alivio, para pasar unos minutos sin dolor. Y para preguntarme hasta cuándo seguirá siendo así.

God only knows

El lugar al que no quisiste ir seguirá existiendo, aunque te pese. Quedará en tu memoria aunque no lo nombres. Y sabrás que ahí sigue, perdido, aunque lo niegues. Y sólo tal vez esté aquí. O pase por aquí.

Y lo perseguirás, y lo espiarás en sus descuidos para el público. Sabes –realmente lo sabes- que es la receta de la nostalgia, de la melancolía. De tu odiada No hay nostalgia peor, cuando tuviste en tu mano el acierto. El primero en años. Corrijo, el primer acierto verdadero en años. Y aquí andas, pretendidamente críptico, como si esto fuera 1996. Al menos entonces hubieras sido un pionero.

Y ahora –discúlpenme- me dirijo a ustedes. O tal vez ya lo hacía. La Casa de Nieve existe en la cumbre de un plegamiento antiguo, bajo un invierno perenne, entre piedra, pizarra y maderas que crujen. Viajo a ella todas las noches, la mayoría de las madrugadas y más de una mañana para recordar la posibilidad de ser feliz. Pero la Casa de Nieve, la auténtica, no tiene una arquitectura pintada en papel y con correcciones a lápiz. Vive tan cerca que es imposible llegar a ella. Está, puede ser, detrás de un número que conozco y no marco, en las líneas que leo y espero para saber qué palpita, por dónde. Y no tanto con quién sino cómo.

Y cuando algún día reuní el valor como para pensar en volver a vivir en ella, mi propia vulgaridad –la consciencia de haber sido una gran decepción- me asustó.

Porque no todas las historias pueden merecer con esta canción.