domingo, 19 de diciembre de 2010

La chimenea

Christmas Tale enmoñecido

Para la pequeña Mary Royl, la Navidad no era cualquier cosa. Era su época preferida del año. Ni siquiera el largo invierno anterior ni tampoco Dunkeld le habían podido alejar de los días que esperaba con más ansia. Cada año, su pequeño cuerpecito se armaba de valor y arrastraba un abeto que le doblaba en tamaño, y que ella decoraba con paciencia y mimo. Cada año pasaba horas y horas recortando, cosiendo y pegando sus adornos navideños: renos de lana, guirnaldas de dorado y verde, acebo y lazos de tela escocesa. Y también cada año se esmeraba en la cocina para preparar pasteles con jengibre y canela, y mermeladas y compotas que mezclaban arriesgadamente lo dulce y lo agrio.

Pero ese año era especial. Diferente. Al fin la pequeña Mary Royl había conseguido una chimenea.

No tuvo que rogar demasiado a las gentes del pueblo. Sí, es verdad, siempre la recibían con una sonrisa y le prometían que pronto, muy pronto, cumplirían con su deseo, cualquiera que fuera. Hasta con aquella extraña y breve pasión que sintió por los globos, y su insistencia en que le construyeran uno para poder elevarse y pintar a todo el mundo desde arriba –estaba harta de su pequeñez, y de ver el mundo desde abajo-. Pero ese año su pasión por la chimenea no caducó, como otras, a las tres semanas. Insistió durante horas, días, semanas y meses. Y un domingo, los vecinos del pueblo, por una vez sin sonrisa, le abrieron una chimenea en su casa.

Y la muy pequeña Mary Royl saltaba de alegría.

Y así llegó la Nochebuena, y la extrañeza de los vecinos de aquel pequeño pueblo. La chimenea de Mary Royl no humeaba. Las luces de la casa estaban encendidas –también las del árbol- y los destellos del rojo, del oro y del verde se veían claramente a través de las ventanas.

Pero la chimenea no humeaba.

La pequeña Mary Royl estaba sentada frente a su nueva chimenea atrapada por la sonrisa. Llevaba tres pares de calcetines, se cubría con dos mantas y sólo las yemas de sus dedos, la nariz y los labios se le asomaban debajo de todos aquellos jerseys, abrigos y bufandas.

La pequeña Mary Royl era feliz en su chimenea mágica del revés. Había abierto el tiro para darle la vuelta. No quería un foco de calor, sino un foco de frío. No quería una hoguera, sino una puerta abierta al cielo, a la nieve.

El hogar de la chimenea no alojaba troncos y piñas secas, y viejos papeles y llamas. El hogar de la chimenea estaba iluminado por la luna, que entraba de plano por el tubo y se reflejaba en la campana. Y poco a poco la nieve iba cuajando sobre aquel pueblo de trapo y cartón que había construido en la base.


Los pequeños y mínimos bancos hechos de ramas se iban volviendo blancos, y también aquellas farolas hechas de lápiz y caramelos de miel. La gente, los pequeños habitantes inertes del mundo de Mary Royl, caminaban llevando paquetes y regalos, y aquel pobre carnicero mantenía a duras penas el equilibrio ante el acoso de tantos perritos: ¡A quien se le ocurre llevar dos kilos de filetes en una bandeja a plena luz de luna! La pequeña Mary Royl batía palmas con la música imposible que surgía de aquel pub que ella misma había levantado con lona y varias tablitas de madera que había lijado con tanta paciencia, y casi podía oler el vino caliente y el ponche con el que todo el pueblo se felicitaba las fiestas. Y se sonreía por los niños, por aquellos niños que, a hurtadillas y yendo por debajo de las mesas, habían conseguido colarse tras la barra y estaban llenando de vino una botella vacía. Y sentía su ansiedad, y el pálpito adelantado de la madurez, y se enternecía al pensar en aquellos pequeños bebiendo con muecas de asco aquel vino, ya en el bosque, sólo para sentirse mayores, mientras hablaban de los regalos que –seguro- abrirían a la mañana siguiente…

La nieve seguía cayendo por la chimenea de la pequeña Mary Royl, y su pequeño universo seguía tiñéndose de blanco, y de silencio. La noche avanzaba, y todo se iba quedando vacío. Los tejados brillaban como plata, las lámparas de miel y lápiz cada vez reflejaban menos luz. Las chimeneas –en aquel pequeño pueblo imaginado también habían chimeneas- se iban apagando mientras dejaban tras de sí olor a leña, a paz, a frío…

La pequeña Mary Royl escuchó un ruido súbito, y salió de su fantasía.

En su chimenea, su hogar había desaparecido. El tiro seguía abierto, pero sólo quedaban troncos chamuscados, fríos. Ceniza y carbón. Todo era nostalgia de fuego.

Y se preguntó si no lo habría soñado.

Escuchó otro gruñido. Dos, tres… Alguien se peleaba en la puerta de su casa. Qué insolencia.

Cuando miró por la ventana, se encontró con un montón de perritos que se peleaban por un filete. Al fondo, el carnicero lamentaba su suerte y llevaba lo que había sobrevivido de la bandeja hacia el pub. En la puerta, un grupo de niños esperaban a entrar sin que nadie les viera, y la pequeña Mary Royl vio el reflejo de una botella vacía.

Olía a ponche, y a vino caliente. Y la nieve caía y cubría unos bancos mínimos y frágiles.

Y entonces sonrió: en medio de la calle, como esperándola, había una enorme caja coronada por un lazo de cinta escocesa. Estaba debajo de una farola hecha de lápiz, y coronada por un caramelo de miel.

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