jueves, 6 de enero de 2011

Cien euros

Al final de su vida, en Reyes, mi Tata siempre me regalaba cien euros.

No siempre fue así: en su casa Gaspar –era mi Rey; me daba pena que no tuviera el predicamento de Baltasar y Melchor- me había dejado la estación de bomberos de Lego, el Palé –que era algo así como la versión castiza del Monopoly-, los libros de Zalo y los animales y hasta algún CD de los Beatles. Y también –es lo que tiene ejercer de abuela- pañuelos con mis iniciales bordadas y calcetines.

Gaspar, por cierto, era especialmente generoso en casa de mi Tata: todos los regalos, que venían acompañados por tarjetas con mi nombre, escritas en una caligrafía irregular, de vieja escuela, estaban rodeados de caramelos. Chicles y piruletas, por supuesto, pero también carbón de azúcar, huevos Kinder, paraguas y monedas de chocolate y hasta figuras de azúcar que, inevitablemente, convirtieron en empacho todos los sietes de enero de mi infancia.

Pero todo eso fue hace mucho tiempo.

Al final de su vida, mi edad y la suya hacían habían vuelto imposible que Gaspar siguiera acertando con sus regalos. Y empezó a regalarme cien euros.

Me conmueve pensar en mi Tata, con sus ochenta y demasiados, subiendo trabajosamente esa empinada calle, apoyada en su muleta, para llegar al banco. Eran sólo cuatro manzanas, pero tenía que parar a medio camino para coger aire. Y luego bajar, frenando la inercia y confiando en que le diera tiempo a cruzar el semáforo antes de que se pusiera en rojo. Y ya en su casa, metiendo esos cien euros en un pequeño sobre amarillento, y escribiendo sobre él, con una caligrafía casi olvidada, trabajada y sometida al terremoto de la edad, mi nombre.

Y así llegaba el seis de enero, y me daba aquel sobrecito que escondía un esfuerzo de años. “Toma, para que te compres lo que tú quieras”. Y los besos, y las gracias, y su sonrisa: la misma que se le quedó el día que se fue.

Sólo conservo algunos de esos regalos que compré con los cien euros de mi Tata; otros se quedaron por el camino. Y ya –maldita sea- no tengo ninguno de aquellos pequeños sobres con mi nombre trabajosamente escrito. Y me recuerdan a ella.

Si, sólo son cosas. Pero tú y yo sabemos que son las cosas que han sobrevivido a la pérdida.

Por eso valen tanto.

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