Y como nunca hubo, ni ha habido, ni habrá un baile en mi vida, sólo me salió esto.
La perfidia de mi falta de ritmo
Hechos muy lamentables nunca sucedidos en El patio andaluz, Barcelona
Fueron cuatro años de amor in disminuiendo, en los que una vez, una noche, unos minutos –probablemente unos segundos- habitó una sonrisa plena y perfecta. Fue durante un baile.
Carezco de ritmo. Por completo. En cierta ocasión, confundieron uno de mis conatos de baile con un ataque de epilepsia.
Ella, a la que llamaremos… Dejémoslo en ella, como buena colombiana –el tópico es el tópico es el tópico- llevaba el ritmo en las caderas. Y yo, en mis pálidos cachetes posteriores. Pero aquella noche –aquel minuto, aquellos segundos-, me lancé al baile. La culpa no fue del cha-cha-chá. Más bien, fue del pa-cha-rán. Y allí que me lancé: pie derecho adelante, pie derecho al lado, pie derecho al centro, pie izquierdo adelante, pie izquierdo al lado, pie izquierdo al centro. Con gesto convencido. Rozando su cintura con mis dedos, palma sobre palma las manos, mientras ella sonreía.
¿El resultado? Que al cabo de poco –pie derecho, pie izquierdo- me torcí un tobillo.
No obstante, aquello generó una expectativa. Y durante años, ella quiso que fuéramos a bailar a El patio andaluz, en Barcelona ¿Por qué? Porque siendo yo español –el tópico es el tópico es el tópico- debía de llevar el duende y el quejío en las venas, aventuraba.
(Y esa es una mentira que suele cuajar. Seguramente Inka, una mujer nórdica que completó un Erasmus en Barcelona, aún recuerda el fuego latino de aquel español moreno, tan mediterráneo, que la llevó a bailar tantas noches. El problema es que el fogoso latino se llama Jaume, y es de Sabadell. Aunque, claro, ella se llama Inka, y es de Uppsala…)
Pasaron los años, y oculto tras la perfidia de mi falta de ritmo, siempre aduje un inconveniente para evitar la visita a El patio andaluz. Pasaron los años, decía, y ella se hartó. Tras dolorosa conversación, nos devolvimos los regalos –ella quiso algo más que el rosario de su madre-. Le pregunté por qué. Por qué. Por qué.
“Porque no sabes bailar”, replicó.
Al cabo –al muy poco cabo, por cierto-, encontró a otro hombre. Que sí sabía bailar. Hoy, son pareja estable y padres de dos niños.
Y yo –la perfidia me persigue-, tras cerrar el primer capítulo del libro de mis desengaños, pude abrir el segundo.
Lo peor de todo es que lo abrí, precisamente, en El patio andaluz.
Lo que es la vida…
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