Lo recupero sin más y sin intención de aquella Casa de nieve original, donde a su vez fue rescatado del verano de 2002. Sin tocar ni una coma, ni aquella primera vez ni ahora. Quizá debería arrepentirme
Él soñó un amor rutinario, besos y algunas sonrisas, duradero pero invariable. Ella lo contempló y se enamoró de esa visión: un café juntos al mediodía, un te quiero mojado en lluvia; algo conocido aunque un tanto misterioso que se renovaba por puro amor. Él aborreció su propia visión, pero se enamoró de la de ella: un amor montaraz y despechado, de pasión sensorial. Olía a sudor y sábanas húmedas; sabía al aliento hueco de las mañanas, a días de ausencia para justificar el momento del reencuentro. Tenía la memoria de otros hombres, de otras mujeres, en los que encontrar el puro amor, que era puro por deseo, por codicia.
Ella se avergonzó de su sueño: se sintió sucia, desechada, humillada por si misma, como se humillan los corderos antes de ser sacrificados, como si se entregara sin valentía, sin enfrentarse a su verdugo. Le pareció una pasión vergonzante, como lo fue la noche entera: un placer vacuo, inmundo, corporal, terrenal, humano. Volvió al sueño de él y se encontró paseando por una ciudad sin nombre, de arquitectura múltiple, gótica y románica, mientras se agarraba a su mano. La ciudad se desvaneció y sólo quedaron sus manos entrelazadas y sus pies desnudos caminando sobre una superficie gris con tacto de hierba. Buscó su mirada y no la encontró: vio unos ojos blancos y húmedos, como sábanas desechas, y volvió a humillar la cabeza por vergüenza, aunque lo que sentía era culpa.
El no atendía a su sueño, sólo quería el de ella y buscaba su cuerpo en una cama húmeda; su cuerpo, una vez más, sólo su cuerpo desnudo para acariciarlo suavemente, aunque lo desee con violencia. Debía poseerlo una vez más antes de desvanecerse, de cruzar el umbral de la puerta, que es también el del tiempo y el del espacio, y llenarse de pasión, de una pasión renovada, alimentada por ella. Quería estar con otras mujeres para volver a ella insatisfecho, hastiado, y poder poseerla otra vez; necesitaba perder el amor, arriesgarlo entre infidelidades y celos para poder sentir; sentir una vez más, vivir la novedad, la entrega, la esperanza de ella cuando él sabe que se irá, se irá, aunque volverá con su carga de vergüenza para buscar a su amor soñado, porque sabe que sólo perdiéndolo puede encontrarlo.
Ella quiso deshacerse de su sueño en cuanto sintió la atracción que le conmovía. Quiso alterar el tiempo, desordenar la memoria para vivir en el eterno presente. Y lo hizo: logró que la prehistoria se situase inmediatamente después del mañana, y que lo contemporáneo y lo antiguo convivieran en un ayer que ya es futuro. Quería que siempre fuese hoy, y que mañana nunca llegara para que él no se fuera, para que no tuviese sentido acabar con la noche y perderse en el amor de otras mujeres, en camas ajenas y sábanas por deshacer, que le alejarían a él de ella y a ella de su sueño. Pero él lo impidió: reordenó el tiempo con la paciencia del relojero; separó la convivencia antinatural de antiguos y contemporáneos hasta recobrar el orden. Y en el orden, su sueño era la trampa, la rutina, la ternura caduca que contrasta con el amor perenne de la búsqueda de un recuerdo. Se ahogaba en las olas de la felicidad de ella, en el pasar de un día tras otro, y así hasta la muerte, que era ansiada por lo que tenía de novedosa.
El amor debía morir por la vía del dolor, como mueren los grandes amores, los no correspondidos, los fugaces e intensos, los largos y cadenciosos. Cada segundo de sueño se transformaba en distancia, que sólo tendría sentido al final, en el despertar que les convertiría en dos seres solitarios unidos por la fibra que les separa. Solitarios, incompletos el uno sin el otro, y separados por cada minuto que pasaban juntos.
A esa madrugada de sueño le siguieron años de ensoñación. Cada noche de ese tiempo se encontraron para buscar el sueño adecuado, la visión deseada del amor al que aspiraban y del que no eran dueños. Y así, el amor les fue separando, mientras se buscaban el uno al otro para completarse, no entre los dos, sino cada uno a través del sueño del otro. Y de ese nexo fatal surgió la distancia, y de ésta, el olvido de sí mismos, que sólo fueron completos la primera noche, que languideció para siempre como un sueño ausente.
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