jueves, 25 de noviembre de 2010

Por qué no toco el piano

Y también por qué nado tan mal

Mi primera vocación fue la de músico.

Por algún motivo que nunca he preguntado, en casa de mis padres había un enorme piano. Un enorme, sonoro y precioso piano. Nunca nadie jamás había sentido ninguna inclinación musical en mi familia. Sin embargo teníamos un piano nacarado, de teclas de marfil que me gustaba presionar sólo para sentir cómo reverberaban las cuerdas.

Y de alguna manera básica, primitiva e infantil sentía que podría tocarlo. Que dentro de mí latía algo, no sé bien qué, que podría ser el principio de una melodía, y que sólo podría germinar a través de esas teclas, cuyo misterio adoraba.

Iba a cumplir seis años, y mis padres me preguntaron qué quería de regalo.

No pude dudar: “Aprender a tocar el piano”.

Nunca he tenido un deseo más firme.

Pero también –debía ser muy urgente: más que la música- también tenía que aprender a nadar.

Y fue horrible.

La primera clase, que iba a ser la única, tuvo lugar en una enorme piscina olímpica de algún lugar del extrarradio. Rodeado de niños a los que no conocía. Y allí me lanzaron, agarrado a una tabla de corcho que se deshacía, con dos veces mi altura de agua por debajo, a combatir contra el ahogo.

Fue horrible. Una hora horrible.

No hubo segunda clase. A mis casi seis años, supe fingir que me había olvidado de que tenía que ir a la piscina. Y en esa segunda clase tenía que acompañar a mi amigo Fernando. Sus padres también habían decidido que tenía que aprender a nadar.

Fernando se quedó dormido en el autobús de regreso. Era argentino, llevaba apenas dos meses en España. No sabía su dirección, ni el teléfono de sus padres. El conductor se lo encontró en un asiento mientras ya volvía a su casa.

Mientras tanto, en la mía, yo estaba castigado en mi cuarto, y sólo oía a mis padres correr tras el teléfono. Llamaban al colegio, a la Policía, a la piscina, a los padres de Fernando.

Al final, apareció. Con infinita paciencia –qué útiles son los móviles: hay cosas que se dan por supuestas hasta que te das cuenta de cómo era la vida antes de ellas- el conductor del autobús rehízo todo el recorrido. Cuando Fernando creyó reconocer algo, se paró. Su madre, vuelta un mar de lágrimas, llevaba dos horas esperándole en la parada del autobús.

Aquella noche, mis padres decidieron que, como castigo por mi huída, me quedaría sin clases de piano.

No puedo decir que no fueran justos.

Al cabo de los años, un día, el piano desapareció. Probablemente lo vendieran, o tal vez lo regalaran a alguien que sí supiera tocarlo.

Y al cabo de más años, un accidente doméstico me dejó torpes los dedos de la mano izquierda.

Nunca he tocado el piano. Y nunca he nadado demasiado bien.

Y aún hoy, y no pocas veces, siento que hay algo que no puedo sacar. A veces escribo, como aquí, o en el trabajo. A veces hablo y trato de ser grave, y se me pone voz de locutor nocturno. Y a veces suspiro, y noto que hay algo, una melodía irregular que sale del alma y me atraviesa el cerebro, y el corazón, y que no sé interpretar. A veces noto música: una música que dice exactamente quién soy y qué pienso, pero no puedo hacerla entender. No puedo sacarla de mí. Y se diluye, tan imposible de capturar como un sueño.

Imagino que esa sensación que aún me hace perder el piso es mi ya vieja vocación, que grita que se siente frustrada.

Porque –y no es hipérbole- daría diez años de vida por tocar esta canción. Y que todo tuviera sentido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.